Para cuando el interés del heredero rebasaba los límites permitidos, sus padres ni siquiera se inmutaban al hacer solicitudes extrañas a sus pueblos, o aliados, buscando complacer hasta el más mínimo detalle que su retorcida cabecita pudiera imaginar.
Hoy día, a punto de convertirse en faraón y honrar a sus ancestros en la ceremonia de coronación, estaba ansioso de recibir los preciosos regalos que los demás debían ofrecerle a él, por llegar al trono.
Había estado aburrido, sentado en el trono provisional mientras decenas de personas se posaban frente a él para traer piedras preciosas, alimentos y especias de alto valor, y animales exóticos que se unirían a su ya lleno zoológico personal.
Nada lo impresionaba, nada que lo hiciera sentir tan poderoso como deseaba ser, y el orgullo de ser siempre el mejor lo sobrepasaba, porque de entre tantas muestras de apoyo, no había nada que lo hiciera enloquecer de emoción, o le rascara el ego.
Se sentó ahí, aburrido, decidiendo con un dedo los regalos que podían conservarse y aquellos regalos inútiles que debían desecharse (junto a quien los había ofrecido).
Las semanas pasaban rápido, y su aburrimiento llegaba a niveles cada vez más impertinentes, mandando a matar a todo aquel que pareciera no esforzarse en sus regalos.
Dos semanas antes de su coronación fue obligado a cumplir con el último día de su presencia en la sala para recibir a los últimos que se acercaban al trono para llenarlo de regalos impresionantes.
Sus manos se tensaron al ver a un hombre tirando de un costal de gran tamaño, arrastrándolo por sus pisos grabados. Miró de reojo a sus guardias y ellos apuntaron con sus lanzas de combate, ganándose una mirada de precaución del hombre viejo.
–Mi señor, Spreen. —habló fuerte y claro. –Tenga mis respetos.
No se oyó nada más en la sala, solo el constante arrastre del costal de apariencia sospechosa.
Se detuvo, por fin, frente a sus aposentos, y saludó con respeto, como solo un noble suele hacerlo, mirando los ojos oscurecidos del futuro faraón.
–Sépase que yo carezco de riquezas, de tierras, y de un lugar donde caerme muerto, sin que las moscas se apoderen de mi cuerpo. —siguió. –Pero le prometo, mi Dios, que mi regalo es el más amoroso que puedo hacerle, bendecido y con la esperanza de que nuestros Dioses puedan perdonar la existencia asquerosa de este humilde mortal.
Spreen no se movió, ni un milímetro, y suspiró con hartazgo cuando se dio cuenta de que solo esperaba su permiso para liberar el interior de su saco desgastado. Con sus guardias apuntándole a matar, por si era una estupidez que pusiera en riesgo su vida.
Sus párpados se abrieron momentáneamente cuando encontró el color rojizo de cabello sumamente enredado escapando de la bolsa, y luego unos ojos ambarinos se asomaron temerosos de su escondite, mirando alrededor con desconfianza nata.
Se levantó de golpe, avanzando solo un paso para apreciarlo mejor, pero no lo entendió.
El hombre esbozó una cruel sonrisa que lo hizo estremecer.
–¿Qué es esto? —buscó explicaciones.
–Un esclavo, para usted. —obvió. –El único en su especie.
Spreen inspeccionó su rostro perdido y aterrorizado, pero cuando sus ojos ámbar se posaron en los suyos pudo ver que algo brilló en ellos, antes de bajar la mirada con precaución.
–¿Qué tiene de especial? —habló con desdén.
–¿No lo ve? ¿Ha conocido a alguien con el cabello de fuego?