Prólogo

563 64 241
                                    

Todos los hombres están destinados a morir.
No importa cuántos lo nieguen.
No importa cuántos estudien la muerte.
Todos le temen y todos le temerán.
Yo también le temo.
Por la Madre, perdona mis actos de sangre.

Maestre Arjen, el Sin Manos
Sexta luna de Êbes, año 484


Había dos hombres cuidando de Bherw: el primero, un chiquillo de quince años, escudero, llamado Bjown Mÿr, y el segundo, un viejo de casi ochenta, que aún servía en la guardia del rey. Su nombre era Merall, y había pasado sus últimos treinta años en la Guardia Real del difunto rey Gherw III, padre de Bherw. Los tres descendieron por las cloacas hasta las profundidades de unas mazmorras de las que ni Bjown ni el nuevo rey habían oído hablar jamás. Era un camino conocido solo por unos pocos guardias y ciudadanos, y esa era la intención, pues las lacras enviadas allí estaban destinadas a morir. Eran enviados a ser olvidados, la sentencia ejecutada por alta traición a la ciudadela y al imperio, condenados a ser carroña para el enemigo. Merall pensó en cuántas veces el joven rey sentenció a infelices sin saber lo que hacía con ellos, «o al menos, a cuántos alcanzó a condenar en menos de un año, el tiempo que gobernó», pero no le correspondía decir nada. «No», pensó, «para eso ya tiene a ese par de consejeras dedicadas al culto de las Sombras».

Mientras descendían, se toparon con escaleras de madera podrida y floja; los escalones se quejaban bajo sus pasos, adentrándose en espiral hacia las profundidades. El viento se mezclaba con la humedad, y esta, a su vez, con la oscuridad. Las voces de los hombres que defendían el reino se volvían cada vez menos audibles, quedando allá arriba, lejos. Ahora se encontraban en la boca de una enorme serpiente que los engullía poco a poco. El rey tropezó con una tabla descompuesta por el tiempo, con astillas más filosas que una espada recién forjada. Por instinto, Merall lo sujetó del brazo.

—Debemos seguir avanzando, Alteza.

—¿Cómo se supone que lo haremos? —interrumpió la voz quebrada de Bjown, el escudero, resonando en el lugar, hasta que las paredes mohosas de piedra antigua lo absorbieron—. Ni siquiera sabemos adónde vamos.

Pero Merall sí lo sabía. Solo contaba con que su memoria no le fallase.

—Guarda silencio —advirtió. Este era el tercer rey al que el caballero servía. Antes de Gherw III, sirvió como aprendiz de guardia a Bethamy Lommy, la Reina de los Caídos, la primera mujer en gobernar Mîriem cuando aún era independiente, durante uno de los períodos más cortos que haya tenido memoria el Norte. «Pero en esa ocasión fue distinto». El viejo dejaba caer aceite en la tela de la antorcha que traía colgada en su mochila mientras golpeaba su puñal de piedra contra el muro. «No, en esa ocasión, la reina sabía de la carencia de derechos de las carroñas enviadas al último nivel de la prisión. Sí que lo sabía, y yo era parte de ello». Ahora era distinto. Su propósito era huir con el chico para que su existencia perdurara, asegurando que el derecho legítimo no fuera anulado por los asesinos enviados por sus hermanas de sangre.

El fuego encendió al fin tras el roce contra el muro y los golpes desesperados de Merall, pero, tal como nació, la llama se ahogó de inmediato en la oscuridad. La pesadumbre del entorno no dejaba ver a más de un metro de distancia; sin embargo, los olores se distinguían de lejos, entre celda y celda. Todos los presos olían a muerte, cargando el hedor de la resignación y la petición absurda de piedad.

—Mierda —dijo Bjown—, este lugar huele a mierda.

Quienes entraban a ese nivel de la prisión no salían jamás. No eran alimentados, no había lugar para necesidad alguna. Quienes entraban, morían.

El Paso del Viento [Fantasía Oscura]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora