CAPITULO 93:

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Luego de día y medio de incertidumbre le dieron el alta médica a ella. En efecto Jesús le había roto el hueso del brazo y fue necesaria una cirugía para reconstruirlo y dejarlo escayolado para que pudiera sanar. La habían monitoreado esos días tras llevarla en ambulancia el mismo día que a su padrastro a la policía, y ahora por fin era libre de las camas de hospital y la comida rara. Abel se había quedado a su lado todo el tiempo, ya que lo de Ismenia fue menos grave y solo tras tres horas en observación había vuelto con los niños a casa; y él se preocupó porque ella estuviera cómoda, encargándose de todo. De ayudarla a ir al baño, de responder por los interrogatorios en la policía y el juicio de Jesús Pulgarín, y de meterle de contrabando al hospital un pastel de pollo con refresco de mora, al ser tan maluca la comida que le daban en la clínica.

A las once de la noche la habían mandado a casa con mucho reposo para sanar el brazo, cargándolo en un cabestrillo como si fuera un bebé recién nacido, por mes y medio hasta la próxima revisión. Qué maravilla fue salir a las calles sin temer que su padrastro la estaría buscando. Ir del brazo de Abel hacia el parqueadero sin temor a que alguien los vigilaría. Solo ser ella libre al fin.

El juzgado le había dado sesenta años de cárcel sin posibilidad de rebaja de pena a su padrastro por los delitos de homicidio a su madre, abuso sexual por años con tentativa de homicidio a ella, y por atacar a su tía sin tener que ver. Y contando el con cincuenta y ocho años, ya no saldría de allí sino en un ataúd.

Fue Ismenia la que les abrió la puerta casi a medianoche al volver del hospital y acompañó hasta el cuarto, mientras Abel la ayudaba a subir por el mareo de los medicamentos y la quietud que tenía que guardar con el brazo lesionado. Los niños ya dormidos en sus camas para madrugar a la escuela al otro día.

—¿Quieren comer algo antes de dormir? Puedo calentar unos panes o arepas.

Paulina negó, haciendo un gesto incómodo mientras se sentaba en la cama ayudada por Abel. El efecto de los medicamentos ya terminaba y sabía que el brazo no la dejaría descansar durante la noche.

—Muchas gracias, tía, pero comimos unos sanduches de atún al salir de la clínica. Ahora solo necesito un vaso con agua para tomar las pastillas—ella afirmó solicita para encaminarse en busca de lo pedido.

—Gracias por cuidar de los niños, Ismenia—añadió Abel.

—Eso no fue nada. Los chiquitos ni dan que sentir. Cenaron con mucho apetito y quedaron las tareas listas para mañana—afirmaron—iré por el agua.

Y cerró dejándolos a solas.

Su esposo se acuclilló a los pies de ella para quitarle las chalinitas y la miró un segundo.

—¿Cómo te sientes? ¿Necesitas algo antes de que te ayude a cambiar?

Y esas únicas palabras con dulzura fueron el detonante. No supo por qué y que la llevó a ello, si la adrenalina ya bajita, volver a la casa tras lo que había ocurrido en el primer piso; o que ya Jesús no estaba. Pero sin más rompió en llanto, llevándose la mano buena a los ojos. Abel se levantó, atrayéndola a sus brazos.

—Oye, ¿Qué pasa?

—No lo sé—lloró—de repente recordé todo. El miedo que tuve ese día, todo lo ocurrido estos años y... y...

La levantó sentándola en sus rodillas. Su rostro contra su pecho mientras él se recostaba a la pared.

—Lo sé. Te entiendo, y aquí estoy—besó sus cabellos—ya todo terminó, mi vida. Eres libre. Él no está más. Lo logramos.

—Libre. Jamás pude creer que pasaría. Que sería libre de él.

Ni en sus sueños más tontos pensó que se desharía de él, sin tenerlo que matar.

ENTRE LA CRUZ Y EL CORAZÓN (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora