Mi nombre es Javier y esta historia que te voy a contar es tan real como la vida misma. Puede parecer ficción, pero se trata de una experiencia que he vivido personalmente junto a mi primo. Sucedió este 2023 cuando estuve en su apartamento de la Antilla, en Huelva, durante la Semana Santa.
Para los que no os suena de nada, la Flecha del Rompido es una formación arenosa de más de 13 kilómetros de longitud que separa las aguas del río Piedras del océano Atlántico. Al final de la flecha, se puede apreciar la desembocadura del río. Se trata de un paraje natural e inaccesible para el ser humano lleno de playas vírgenes.
Hablando como aventurero, hacer esa ruta suponía todo un desafío para mí. ¡Quería hacerla y llevaba esperándola desde el verano pasado! Pero no me atreví antes por miedo a que las cosas salieran mal.
La noche anterior, habíamos llegado a La Antilla a más de las doce y no veas el ruido que formamos para dormir. Como de costumbre, yo me quedé en la litera de arriba, mientras que mi primo se quedó en la cama de al lado.
Ese día, apenas dormimos siete horas, puesto que, ya desde el principio, sabíamos que, si bien ya habíamos hecho rutas largas, ninguna como esa hasta la fecha.
Nada más levantarme, simplemente, organizamos los preparativos para el viaje y salimos. Hacía frío, así que llevé puesta la sudadera de la RUMT, la residencia universitaria en la que estoy estudiando. También, cogí mi palo de senderismo, me puse un bañador, me llevé un kit-kat y un botellín para el viaje, así como el móvil y la cartera (ambos imprescindibles en caso de emergencia). También me eché algo de crema por la cara, más bien poca, no sé si de algo me sirvió.
Mi primo, por el contrario, creo que no fue tan preparado, aunque sí que llevó su mochila, un kit-kat, un botellín y su palo de senderismo, el cual era bastante mejor que el mío.
Y ya para las siete y veinte de la mañana, aun cuando ni había amanecido, comenzó nuestra ruta. Todo playa, muy relajado. Paso por paso, cuando nos queríamos dar la vuelta, íbamos viendo como dejábamos atrás La Antilla.
Pronto pudimos presenciar el amanecer en plena ruta y, a medida que caminábamos, observábamos centenares de gaviotas en las orillas del mar. No nos cruzamos con seres humanos en kilómetros de distancia. A pesar de ello, por muy irónico que pareciera, seguía habiendo cobertura.
Ya para algo más de las diez de la mañana, después de casi tres horas de camino, llegamos a la punta de la flecha. Desde allí pudimos presenciar diversos núcleos de población y gente pescando, así como playas fluviales enfrente nuestra. La desembocadura del río Piedras era toda una maravilla natural.
En ese momento, me vine demasiado arriba. Era entonces cuando pensaba en aquella ruta a la que tanto le temía y pude darme cuenta de que no me había resultado tan complicada. Aunque llevase alrededor de tres horas andando sin parar, no me notaba cansado, y creo que mi primo tampoco.
Ese sería el lugar donde llevaríamos a cabo nuestra pequeña parada. Fue allí donde aprovechamos para tomarnos nuestros kit-kat y beber algo de agua. Sin embargo, debido a la lejanía e inaccesibilidad del sitio, estaba empeñado en que llegásemos para la una, por lo que puede ser que no durara más de quince minutos el descanso.
A veces reconozco que soy nervioso e impaciente y meto demasiada presión a mi primo, pero, en esta ocasión, igual con eso, pudimos salvarnos de un mal mucho mayor. Y de una insolación también.
Para el viaje de regreso, mis ansias de explorar me llevaron a hacer la flecha por el interior. Algo completamente fuera del sentido común, ahora que recuerdo la vivencia.
En principio, todo era arena, sí, arena. Pero no era como la arena de la playa. Por arriba o por abajo, con sandalias o sin sandalias, ¡no había forma de ir bien! Bueno, igual metiendo los pies en el río... ¡Nada! ¡Que no había manera de ir bien!