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La campana de la escuela sonó a lo lejos, marcando el inicio de un nuevo día. El sonido retumbó en mis oídos, una melodía amarga que anunciaba otro ciclo interminable. Inmediatamente aceleré el paso antes de que cerraran la puerta principal. Si llegaba muy tarde, probablemente me causaría más problemas.
Mientras atravesaba los pasillos mayormente vacíos, sentía algunas miradas de los que aún estaban vagando por ahí. Mis manos temblaban dentro de mis bolsillos, los hombros ligeramente encorvados tratando de no llamar mucho la atención. Sabía que algunos de mis compañeros no desaprovecharían la oportunidad de meterse conmigo, pero hoy no tenía ganas de lidiar con nadie. Solo quería llegar a clase y perderme en la rutina, esperando que el día pasara rápido.
La escuela, con sus paredes grises y fluorescentes parpadeantes, siempre había sido un lugar hostil para mí. Cada rincón parecía susurrar murmullos, recordándome que no pertenecía aquí. Mis calificaciones eran medianamente aceptables, mis profesores me veían con desdén, y los pocos amigos que tenía estaban tan rotos como yo. Era un mundo frío y despiadado, y yo había aprendido a endurecerme para sobrevivir.
El primer pasillo estaba casi desierto, salvo por un par de estudiantes que se apresuraban hacia sus clases. Sus murmullos y risas me llegaban distantes, como si estuvieran en otro mundo. Caminé con la cabeza baja, manteniendo toda mi concentración y enfocándome en el sonido de mis propios pasos contra el suelo de baldosas.
