Prólogo

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El último atardecer del invierno se desvanece en la obscuridad, llevando consigo los escombros del pasado. Los días han pasado, silenciosos, serenos, con la culminación del asentamiento para esclavos. Muy pronto, el sembradío florecerá, y podremos vender el fruto que surja de estas tierras marginadas.

Mis padres siguen encerrados, angustiados, temiendo un posible asedio a los terrenos que, por derecho legítimo, nos pertenecen; la servidumbre recorre cada cuarto del hogar principal, con armas en mano, dando su vida en contra de su voluntad. Me he topado con varios de ellos, dedicándonos miradas que mueren al momento en que recuerdan su lugar.

Observo a la luna retornar, junto a las estrellas, anunciando la cena familiar. Antes que las campanillas empiecen a sonar por todo el salón, giro, dirigiéndome al comedor, con los tacones -de taco cuadrado- formando un ritmo ordenado contra la madera instalada en el suelo.

Siendo la primera en llegar, me abro paso entre las mucamas, dispuestas a saludar e inclinarse ante mi presencia pese al resentimiento que estas resguardan en sus entrañas.

El tiempo pasa exasperantemente lento, con la llegada de mis padres un minuto después de marcadas las siete. Mirándose las caras, tomaron su lugar en las sillas forradas de seda barata, no sin antes brindarme un cálido saludo que, a estas alturas, se siente distante y vacío. Guardan silencio en todo momento, masticando de forma vacilante mientras comparten miradas de complicidad. Me observan, como un corderito que están a punto de sacrificar.

-Mi niña... -mamá da la primera palabra, irguiéndose en su asiento para ladear la cabeza en mi dirección. Sonrió, pero las arrugas y gallos que adornan sus ojos dictan un sentimiento contrario. - ¿Te puedo hacer una pregunta?

-Dime, madre. -ante la afirmación, papá levanta la mirada de su plato a medio comer, dirigiendo sus ojos hacia mí.

El silencio retornó. Un mal presentimiento arrebata mi calma, un mal augurio, destinado a formar parte de los infortunios que ha atravesado la familia en los últimos dos años.

-¿Considerarías ser desposada?

-No lo sé. -respondí, enarcando una ceja- ¿Acaso me han arreglado un matrimonio y por eso estuvieron toda la tarde encerrados en la oficina de papá?

-¡Para nada, querida! -un chillido escapa de sus labios, luciendo sorprendida por la respuesta. Papá se limitó a reír, moviendo la cabeza de un lado al otro.

-De hecho, discutimos acerca de tu futuro, Rafaela. -aclaró el mayor después de beber el vino restante en su copa-. A esta edad deberías estar casada, sin embargo, con todo lo que pasó, tu madre y yo hemos acordado no sacar a colación el tema del matrimonio hasta que podamos establecernos como es debido.

-Me parece razonable, después de todo, no somos más que unos marginados en este lugar. -mis dedos toman el tenedor que reposa a un costado de la mesa-. Esa gente nos considera enemigos de su nación, aun cuando ni siquiera tenemos poder económico.

Víctima de una rabia que se apodera de mí, termino clavando con fuerza el tenedor contra el trozo de carne bañada en mantequilla. Los cubiertos y la mesa tiemblan por la acción; sus ojos se posan en mí de manera fulminante, no obstante, sé que ambos comparten la misma euforia que yo.

Ser tratados como basura por un pueblo embustero y despreciable. Una humillación que persiste hasta estos días, una herida sin sanar en el pisoteado apellido Lannister.

-Lo sé, querida. -aceptó mamá, frunciendo el ceño. Suspira, desviando la mirada. -. Pero ahora somos parte de esa gente, en contra de nuestra voluntad, por lo que tarde o temprano tendremos que dar la cara para construir relaciones. De la misma manera, tendrás que convivir con los hombres que, a futuro, serán candidatos a tomar tu mano en sagrado matrimonio.

-Dudo mucho que esos salvajes quieran estar conmigo. -seseé-. Aparte de que sería vergonzoso rebajarme a ese nivel.

-Es tu obligación casarte, quieras o no.

Mis labios se cierran automáticamente. Agachando la cabeza, escucho los regaños de papá, del punto a al punto z, recalcando mi lugar como mujer y madre de los hijos que aún no he tenido. Las palabras de siempre, seseadas con el mismo tono de voz, autoritario y feroz.

-Cuando las cosas se calmen, te casarás. -sentenció-. Espero que no me hagas cambiar de opinión por tus tonterías, Rafaela.

-Sí, padre.

El comedor volvió a quedar en silencio. La tensión era sofocante, casi interminable. Fui la primera en terminar de comer, dando el agradecimiento en un tono titubeante, antes de salir del lugar a paso apresurado.

Le ordené a las mucamas que no siguieran mis pasos cuando las escuché acercarse. Sin darles tiempo a replicar, me encierro en mi habitación, cerrando la puerta antes de que ellas pudiesen acercarse más. En la oscuridad total, extiendo mis manos hacia el frente, caminando de forma lenta hasta tantear las cortinas. La luz de luna baña mi rostro al abrir las abrir las cortinas, lejana como las tierras que alguna vez pisé...

-Si fuera por mí, elegiría no casarme. -murmuro en la soledad.

Me siento al filo de la cama, observando la alfombra aterciopelada que arropa el suelo. Suspiré, dejando escapar una mueca triste que arruga mis labios.

Si las tensiones entre las regiones no hubiesen persistido, mi familia, junto a otras más, seguirían prosperando en armonía. ¿De qué sirve vivir después de perder todo lo que amabas? Mi vida perdió valor el día en que fuimos capturados y puestos tras las rejas. El año en que la luz de la luna sólo era visible en mis sueños.

Donde mi niña interior murió a manos del enemigo. Violentada, amenazada y repudiada sin haber hecho nada, ¿será que algún día todo vuelva a ser como antes?

El mundo es tan cruel, que la única salida de este infierno es soñar. Dormir para no despertar jamás.

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⏰ Última actualización: Aug 02 ⏰

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