Clara participó en la recolección de finales de verano y en las celebraciones posteriores. Las cosechas se recolectaron y se guardaron, y en los campos las aves picoteaban los restos. Las manzanas debían seguir madurando, pero recogieron algunas y las machacaron para hacer sidra.
Clara notó que los días eran más cortos. En verano los niños jugaban descalzos por la tarde, persiguiéndose hasta que sus sombras se alargaban. Los hombres pescaban hasta que salían las estrellas y el cielo no se oscurecía hasta que llevaban sus capturas a tierra. Ahora, sin embargo, a última hora de la tarde refrescaba y el sol parecía derrumbarse sobre el horizonte, al cual coloreaba de carmesí hasta que el mar se lo tragaba. Entonces se levantaba un viento que arrancaba y arremolinaba las hojas secas de los árboles, y elevaba el humo de las chimeneas de las cabañas. Ese humo llevaba consigo el olor de las sopas y los estofados: platos típicos de las noches de invierno. Las mujeres deshacían los jerséis que ya no les servían a sus hijos, enrollaban la lana y tejían otros más grandes, con dibujos nuevos de vistosos colores. En la aldea no se tiraba nada. Hasta los huesos de los animales servían para hacer botones y peines.
Andras el Alto le dio a Clara un chal verde con flecos que había pertenecido a su madre. La mayor parte de los días seguían siendo soleados y cálidos, pero por las noches Clara se lo ponía con gusto. Einar el Cojo, que vio cómo se ataba los extremos para ajustárselo, hizo un broche con ramitas de sauce que empapó para ablandar y curvar. Luego unió con cuidado los dos trozos del broche a los extremos del chal y le enseñó cómo abrocharlos.
Un día, muy de mañana, Clara vio su aliento en el aire, limpio y gélido.
-Como niebla -le dijo a Alys.
-Vapor -repuso la anciana.
Iban a la cabaña situada en el lindero del bosque, donde vivía Bryn con su marido pescador y su hijita Bethan. Esta había entrado como una centella en la cabaña de Alys justo después de que amaneciera, temblando de frío porque había olvidado su jersey y sin aliento por los muchos nervios.
-¡Los dolores de mi mamá han empezado y mi papá dice que vengas porque él no quiere saber nada!
-Vuelve corriendo, pequeña, y dile a tu mamá que ahora mismo vamos -aseguró Alys con voz serena mientras se levantaba, avivaba el fuego y se hacía con su ropa.
-Ven tú también, Agua Clara, por favor -rogó Bethan. Clara se incorporó y bostezó.
-Iré. Dile a tu papá que él también es un niño, pero grandote.
Clara conocía al padre de Bethan. Era amable y encantador, pero los hombres llevaban mal lo de los partos.
La niña soltó risitas. Clara plantó los pies descalzos en el suelo e hizo una mueca al sentir el frío. Echó la mano a los calcetines que Alys le había tejido.
-¡Venga, vete ya! ¡Largo! -ordenó y Bethan, llena de alegría, salió de la cabaña y correteó por el sendero en dirección a su casa.
Alamarilla, cuya jaula estaba dentro de la cabaña desde finales de verano, se columpió en su percha y gorjeó. Alys enrolló una hoja y la deslizó entre las barras para que el pinzón picoteara. Clara acabó de vestirse. Se abrochó las sandalias sobre los calcetines y observó a la mujer, que seleccionaba objetos de los estantes del rincón. De pronto se estremeció.
-¿Para qué quieres un cuchillo?
Alys lo colocó junto a los frascos de las infusiones, envolvió todo en un cuero flexible y metió el paquete en su bolsa de tela. Luego añadió una pila de paños limpios y doblados, y tiró de la cinta que cerraba la bolsa.
-Según se dice, poner un cuchillo debajo de la cama mitiga el dolor.
-¿Y es verdad?
-Probablemente no -contestó Alys, encogiéndose de hombros-, pero si quien siente el dolor lo cree, su fe mitiga el dolor.