REMENBRANZA

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Son las 19:45 de algún día del año 2037. La noche ha caído, y el frío es un recordatorio cruel del invierno que se cierne sobre nosotros. El crepúsculo se desvanece rápidamente, dando paso a una oscuridad profunda y espesa. Las sombras se alargan, transformándose en espectros que parecen moverse y respirar, vigilando mis pasos. Me paso el día recolectando baterías, una tarea que se ha vuelto vital en este mundo donde la energía es escasa y la oscuridad reina. Mi mochila está llena de ellas, junto con un antiguo reloj que perteneció a quizás el último amigo que tuve, un hombre al que vi por última vez en un invierno casi tan frío como este. Su nombre era Jack. Jack Davison.

Jack y yo nos conocimos en uno de esos días helados en los que el aliento se convierte en vapor al instante. Nos encontramos en un pequeño campamento abandonado, ambos buscando refugio y calor. Fue allí donde compartimos nuestras historias y comenzamos a forjar una amistad en medio del caos y la desesperación. Recuerdo las tardes en las que podíamos sentarnos junto al fuego, fumando hierba y disfrutando de una rara sensación de calidez y seguridad. Esos momentos, aunque breves, nos dieron la fuerza para seguir adelante. Pero esos días quedaron atrás. Ahora, encender un fuego sería una sentencia de muerte. La luz y el humo atraerían a esos monstruos que merodean en la oscuridad, y de noche, escapar de ellos es casi imposible.

Jack era un hombre único. Alguna vez has oído la frase "eres lo que comes"? Bueno, él era lo que bebía. Así es, JD. y seguro no soy la única que asocia esas iniciales con el whisky Jack Daniels. Jack lo bebía incluso en el desayuno. Me contaba que después de perder a su amada en ese campamento, el whisky era lo único que le hacía sentir algo tibio por dentro. Decía que prefería morir a manos de la cirrosis que a las de las criaturas que acabaron con su familia. Su tragedia personal y su adicción al alcohol se convirtieron en una especie de armadura emocional, protegiéndolo del dolor abrumador de su pérdida.

Mientras continúo mi búsqueda de suministros, no puedo evitar pensar en Jack y en los tiempos que compartimos. Su risa resonaba como un eco en las noches silenciosas, y sus historias, a menudo teñidas de tristeza y melancolía, eran un recordatorio constante de la fragilidad de la vida en este nuevo mundo. Jack solía decir que el whisky era su única conexión con el pasado, un pasado donde las cosas aún tenían sentido, donde había amor y propósito.

Ahora, cada paso que doy me recuerda su ausencia. Las ruinas de la ciudad, con sus edificios desmoronados y calles vacías, son un reflejo de la devastación interna que siento. Los escombros crujen bajo mis pies, y cada sonido parece amplificado en el silencio opresivo de la noche. El viento aúlla entre las estructuras abandonadas, creando una sinfonía de desolación que parece penetrar en el alma.

A diferencia de aquellos días en los que Jack y yo podíamos permitirnos el lujo de una pequeña hoguera, ahora cada decisión debe ser cuidadosamente calculada. El peligro acecha en cada esquina, y un error puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Las criaturas que ahora dominan la noche son implacables, y su hambre insaciable es una amenaza constante. Los supervivientes, como yo, hemos aprendido a movernos en las sombras, evitando cualquier cosa que pueda delatarnos.

Si tan solo él estuviera aquí, su presencia me daría fuerzas. Jack tenía una forma de ver el mundo que, aunque oscurecida por el alcohol y el dolor, siempre encontraba un rayo de esperanza. Su optimismo a veces rayaba en lo irracional, pero era contagioso. Incluso en los momentos más oscuros, lograba arrancarme una sonrisa o una risa, recordándome que aún había humanidad en medio de la barbarie.

La mochila en mi espalda pesa más con cada paso, no solo por las baterías y suministros, sino por el peso de los recuerdos. Cada objeto que llevo tiene una historia, un fragmento de lo que fue y de lo que podría haber sido. El reloj de Jack es un ancla, una conexión tangible con el pasado. A veces, cuando el silencio se vuelve ensordecedor, lo saco y lo miro, recordando el momento en que me lo entregó. Fue su forma de decir adiós, un último acto de amistad antes de que nuestras vidas tomaran caminos diferentes.

Sigo avanzando, sabiendo que no puedo detenerme. La supervivencia en este mundo no permite descansos prolongados ni momentos de debilidad. Las sombras se alargan y el frío se intensifica, sé que aún hay algo por lo que luchar.

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Maca y Mau Etcheverry.

La última esperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora