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Crecí siendo la persona más sincera que te puedas imaginar. Nunca entendí por qué la gente le tiene tanto miedo a la honestidad. ¿Que los zapatos nuevos de tu padre te parecen una horterada? Díselo. ¿Que a tu vecina se le ha muerto el perro y a ti te importa entre poco y nada? Pues eso. ¿Que te has dado cuenta de que el supuesto amor de tu vida no lo es, y necesitas escapar de allí de cualquier manera? Adelante. La sinceridad ante todo. 

El viernes 21 de junio salió el sol. Ese es un buen comienzo.

Me levanté temprano, con el cantar del gallo. O quizás era el sonido de una radio lejana. Mamá siempre decía que no hay gallos en la ciudad.

Me incorporé un poco y me coloqué las zapatillas de estar por casa. Primero la derecha, luego la izquierda. Como siempre. Odiaba la sensación de la tela plástica en los dedos de los pies, pero mamá detestaba que anduviese descalza. Y, claro, yo deseaba complacer a mamá más que nada.

Me puse en pie y, dando pasitos cortos, llegué hasta la cocina. Allí estaba mamá, concentrada en el periódico, haciendo un crucigrama o algo parecido. Preferí no molestarla, y ella no hizo ningún esfuerzo por cambiar mi decisión.

Caminé hacia la despensa, con intención de buscar el café, intentando no desordenar mucho el armario. Cabrear a mamá era lo último que quería.

Siempre necesito una taza de café — soluble, que soy muy vaga — para empezar el día. Sino, no soy persona.

Sorpresa. No había café. Lo solté en voz alta, más para mí que para nadie más:

—Mierda. No queda café.

Mamá, utilizando una voz que más bien parecía un suspiro continuado — y sin echarme una reprimenda por mi mal uso del vocabulario —, dijo que iría más tarde al supermercado y compraría un bote. Parecía exhausta pero, jo. Yo necesitaba un café para comenzar la jornada, y no quedaba ni un maldito grano.

Eso me recordó al día que murió la abuela. La abuela odiaba el café. No sé por qué me acordé de ella. Era una mujer ejemplar, o eso decía el abuelo. Buena esposa, buena ama de casa, buena madre, buena abuela.

Pensé que, cuando creciese, me gustaría ser como ella. Entonces caí en que la madurez había llamado a mi puerta años atrás. Ya era mayor.

Cuando quise darme cuenta, mis ojos estaban clavados en un punto fijo del suelo, perdidos, acumulando lágrimas en sus cuencas. Mamá alzó la voz y consiguió sacarme de mi ensoñación:

—Como no te des prisa vas a llegar tarde al colegio.

—No hay colegio, mamá. Es verano.

Me supo mal decirle que tenía veintiún años y que, por tanto, estudiar psicología en la universidad no se consideraba ir al colegio.

Mamá cerró los ojos, llevándose el índice y el pulgar a la sien. Ese gesto me puso muy triste. Mamá también está triste. Depresión crónica, lo llamó la doctora.

—¿Sabías que los dientes de los soldados caídos en Waterloo se utilizaron para hacer dentaduras postizas?

Era algo que había leído en una revista sobre historia unos días atrás. Sentí que era mi obligación contribuir a que el mundo lo supiera.

Mamá, sin levantar la cabeza ni un milímetro y sin tan siquiera mirarme con el rabillo del ojo, masculló:

—Ah, ¿sí?

—Sí.

—Pues menudo asco.

—Sí, menudo asco.

Ahí acabó nuestra conversación. Tampoco había mucho más que decir.

Papá siempre decía que, si no tienes nada bueno que decir, es mejor no decir nada. Papá también decía que en todas las partidas de póquer hay un tonto, y que si no lo has localizado a los cinco minutos de empezar el juego, es porque el tonto eres tú.

Papá era un hombre sabio, o eso decía el abuelo. Yo también lo creo. Ojalá yo fuera un hombre sabio como papá. 


Si Te Soy SinceraWhere stories live. Discover now