Alberto

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A pesar de llevar poco tiempo en mi nuevo empleo, me he adaptado bastante bien. La bofetada de realidad propinada por la mano dura de Ted estos días me hizo poner los pies en la tierra. Tanto él como yo sentíamos rechazo hacia esa versión de mí que sólo pensaba en sí mismo.

Me he mantenido sobrio por cuatro días. He recibido ayuda de Miriam, mi nueva amiga. Ella fue alcohólica y al enterarse de mi problema no dudó en apoyarme. No ha sido fácil, y mi cuerpo comienza a resentir el cambio, pero mi determinación me ha llevado a ganar la confianza de mis compañeros y supervisor en poco tiempo.

No mentí al decir que he tenido más empleos que pares de zapatos. Y dada la diferencia de edad entre mis compañeros y yo, lo más probable es que termine siendo su jefe en menos de un mes.

—¡Gracias, señor Levy! —exclama de felicidad mi compañera Betty luego de que le enseñase a utilizar la caja—. ¿Cuánto dijo que lleva aquí?

—Tres días —sonrío—. Pero me adapto rápido.

—Yo tengo problemas para concentrarme —se lleva las manos a las mejillas—. Espero que pueda ayudarme cuando tenga problemas.

—Sí, no te apures. ¿Tienes problemas para organizar tus ideas? Escuché hace rato que tienes mil pendientes y no te rinden los días.

—¡Sí! Es frustrante porque a final de cuentas no puedo terminar una cosa por pensar en otra y entonces siento que no he hecho nada, pero tengo esta necesidad de que debo hacer muchas cosas a la vez y blablablabla, bla, blablabla —oigo. Es un manojo de desorden e hiperactividad. Gesticula mucho y jamás me sostiene la mirada.

De buenas a primera, déficit de atención con hiperactividad.

—Presta atención a los clientes —palmeo su hombro, señalando a la mujer que se acerca con su carrito de compras.

—¡Oh, sí! —se acerca a la caja a esperar.

—Estaré ordenando los anaqueles, ¿de acuerdo? Llámame si tienes problemas. O al gerente. A final de cuentas, también soy nuevo.

Reímos, y me encamino al área de bebidas para ordenar las botellas.

—¿Qué bebes, Gasparín? ¿O es que el Oso Yogui no te deja beber? —oigo a un par de hombres discutir.

—¿Vas a meterte conmigo siendo que tu esposa te dejó y ahora vives con tus papis?

—¡Oye! —soslayo cómo lo empuja. El otro pretende devolverlo, pero una llamada de atención los para.

—¿Ya acabaron de portarse como niños? Vayan a conseguir algún bocadillo —choco miradas con aquel sátiro que me trajo a este lugar. Esa mirada rojiza, penetrante, me provoca escalofríos—. ¡Alberto! —sonríe Jacob Blacked, acercándose, dispuesto a darme un brazo.

Un paso para atrás basta para que pare en seco.

—¡Amigo, no te he visto en mucho tiempo! Te ves diferente. Casi no te reconocí. ¿Cómo estás? Supe lo de tu separación con Ted... Es una pena. ¿Ahora trabajas aquí o algo así?

Frunzo el ceño. Eleva las cejas.

—¿Por qué te haces el desentendido? —devuelvo con rabia las botellas al anaquel—. Como si fueras ajeno a la situación.

—¿Ah? No te entiendo. ¿Cuánto llevas aquí entonces? ¿Dejaste la clínica?

Me acerco bruscamente a Jacob. Retrocede un paso y se endereza.

—Tú provocaste esto.

—Oh, ¿de verdad? —se lleva una mano a la barbilla—. ¿Fue porque cogimos?

El libro de los hombres coloridosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora