Camelia había cogido lo primero que había encontrado a mano, unas tijeras de cortar racimos de uva, puntiagudas y curvadas especialmente para facilitar el corte sin dañar la planta, no tenían una punta fina como un cuchillo, pero si lo suficiente para clavárselas en la piel al duque y que este la mirase sorprendido.
A pesar de que Gabriele no había esperado aquel movimiento rápido, no se apartó ni una pulgada, sino que siguió a menos de un paso de distancia viendo el destello de aquellos ojos de color ámbar más relucientes que nunca.
—¿Haría lo mismo si fuese lord di Montis el que estuviera en mi lugar? —proclamó con una calma poco propia dadas las circunstancias.
Si alguien pasaba por allí de forma casual o no, podría ver desde la propia puerta completamente abierta al lugar que estaban en una situación más que comprometida y aún así, él tenía todos sus sentidos puestos en joven lady Camelia.
—Eso es algo que no le atañe, pero a diferencia de usted lord di Montis jamás se atrevería a propasarse con una dama.
—Parece conocer muy bien a lord di Montis. ¿También sabe que lo único que le interesa de usted es la cuantiosa dote que su padre ha ofrecido a su futuro esposo?
Hubo un atisbo de duda en el semblante de Camelia, como si creyera realmente aquellas palabras y despreciara que el interés principal de lord di Montis en ella fuese el económico, pero rápidamente pensó que si la información provenía del duque, era muy probable que ni siquiera fuese real.
—¿Y ahora le importa las razones por las que lord di Montis desea cortejarme? Dígame, ¿Tanto le fastidia que no sea receptiva a sus encantos, ni desee sus atenciones que ahora pretende menospreciar al barón? Le diré que él tiene más hombría que usted y, desde luego, su falta de caballerosidad no me sorprende, pero que además sea desleal y tan miserable para verter infamias sobre otra persona, solo me cerciora de lo poco grato y apropiado que es usted para mi hermana —dijo Camelia con el mentón bien alto y empuñando con fuerza la tijera—. O para cualquier dama.
—No es eso lo que dirían esas otras damas —susurró Edmondo siendo consciente de que no debería haber mencionado las intenciones del barón hacia ella, pero había sido más fuerte su propio egocentrismo que su honorabilidad, como también lo estaba siendo su lujuria, por encima de su caballerosidad.
—¿Cree que si no tuviera un ducado asociado a usted las atenciones serían las mismas? —exclamó Camelia con sorna—. Solo sería un rostro aceptable y una lengua perspicaz, nada más.
—¿Que es lo que más le molesta? ¿Mi título?, ¿Mi éxito entre las damas? ¿O que nunca me haya fijado en usted hasta ahora?
Camelia frunció el ceño y estudio los ojos verdosos de Guicciardini que ahora estaban centrado únicamente en ella.
—Su único interés en mi es mi rechazo hacia usted, supongo un reto, un desafío, juego o como prefiera llamarlo y desde luego su intención de casarse con mi hermana no es más que otra de sus artimañas para provocarme. ¿Que es lo que pretende? ¿Tener a mi hermana como esposa y a mi como amante? ¿O simplemente solo quiere provocarme y jactarse de que ninguna dama es capaz de resistirse a sus encantos? En cualquier caso, no permitiré que contraiga matrimonio con Georgia, menos aún que la haga infeliz como preveo que será cualquier pobre dama que decida aceptarle.
Realmente Gabriele no sabía que era lo que deseaba de lady Camelia, ni el mismo se había planteado lo que ocurriría en su cita clandestina, menos aún, su intención frustrada de besar a la dama en cuestión, pero que nada le saliera según lo planeado cuando estaba junto a aquella joven, no dejaba de incitarle una creciente sensación de deleite. ¿Podría ser gran parte debido a lo que ella misma le reprochaba? Nunca se había enfrentado a una dama que le rechazara abiertamente, que despreciara su compañía, que denigrara sus actos, que se opusiera tanto a él hasta rozar lo insultante, así que por eso hizo hincapié en acercarse a ella a pesar de que aquella cosa metálica se clavara en su garganta.
Tal vez fue la seguridad en sí mismo de que lady Camelia sería incapaz de matarle o un tesón poco propio de él, pero había sufrido agravios suficientes en lo poco que llevaba de mañana para permitir otro más.
—¿No ha pensado que el concepto de felicidad puede discrepar en función de las ambiciones de cada uno? —preguntó sintiendo como el pecho de lady Camelia se hinchaba en una respiración agitada, nada que ver con la tranquilidad que en apariencia mostraba—. Y que lo que para usted supone una rotunda equivocación, para otra persona puede ser el mayor triunfo.
Camelia abrió los ojos en señal de conmoción. Quizá porque a su modo de verlo consideraba que su verdad era única y absoluta y no podía considerar más allá de su razonamiento lógico y moderado.
—Mis convicciones se basan en un juicio razonable y una actitud consecuente con sus actos. Usted es pisotea la moralidad y muestra una honradez pésima en sus actos. Solo dice eso porque es lo que le conviene, pero dígame, ¿Se enorgullece de que quienes se acerquen a usted lo hagan por puro interés?, ¿Que el único anhelo que posea una dama para ser su esposa sea la del título que le ofrece y mire hacia otro lado a sus innumerables amantes? Renunciar al amor real, a la complicidad u honestidad y un respeto mutuo ya dice mucho de usted lord Guicciardini.
—Sus convicciones están basadas en ideas, no en hechos —constató acercándose más—. Como en que no me crea cuando le advierto de que las intenciones de lord di Montis distan mucho de ese amor real o complicidad y honestidad a la que hace alusión. Así que no es tan distinta a mi, lady Georgia. Es más, estoy seguro de que si conociera realmente el placer como advirtió que hacía, no hablaría del modo en que lo hace.
—¿Y como lo haría?, ¿Como usted? ¡Que es capaz de despreciar los votos sagrados del matrimonio y humillar a caballeros de reputado nombre llevándose al lecho a sus esposas! ¿O me va a decir que sus intenciones con la baronesa di Rosso eran otras muy distintas? —exclamó airada.
Gabriele llevó una mano hasta cubrir por completo la piel suave de lady Camelia en palma que tenía empuñada la tijera. Cernió sus dedos con la suficiente fuerza para ejercer la presión adecuada que le impedía avanzar la poca distancia que les separaba y se acercó lo suficiente para que su nariz rozase la suya.
—Yo no he roto nada y no puede culparme de los pecados ajenos, sino de los míos propios. ¿Tal vez no se le ha ocurrido pensar que si aún sigo soltero es porque no tengo ninguna intención de mancillar los votos del matrimonio? —susurró rozando aquellos labios que le incitaban al pecado sabiendo que no debía besarlos, que no debía sucumbir a aquella llamada.
Hasta él tenía límites infranqueables, como el de estar a solas con una dama en edad casadera en circunstancias indecentes, acercarse lo suficiente a una joven virginal como presuponía que era lady Camelia o hacer creer a la dama con sus actos que podría pretender algo más que simple placer. Sus tres condiciones las estaba literalmente enviando al diablo en aquel momento, siendo consciente, más que consciente de hecho, de que si un simple sirviente pasaba por allí o si la joven había mencionado a alguien aquel encuentro, se vería atado a ella para siempre.
Y aún así sus ganas de probar aquellos labios eran aún más fervientes de las que había sentido por la dama más bella de todo Londres, Francia o Florencia.
¡Al diablo con todo!, ¡Necesitaba saber porque lady Camelia le hacía sentir de aquel modo!