CAPÍTULO DOS

6K 538 286
                                    


Leyla Sterne

Hay dos cosas:
Primero: me sudan las manos.
Segundo: no entiendo por qué soy yo quien debe hacer esto.

Respiro profundamente para centrarme, intentando ignorar el temblor en mis manos, y me coloco frente a la puerta del hombre nuevo que ha llegado al pueblo. Toco dos veces, como me enseñó mi padre: ni una más, ni una menos. Según él, tocar más de dos veces es de mala educación.

Acomodo mi vestido nerviosamente. Cuando escucho el clic de la perilla, mi cuerpo se estremece por un segundo.

Odio conocer gente nueva. Me resulta... bastante difícil.

Un hombre alto y corpulento abre la puerta. Aunque no puedo verme, estoy segura de que me he quedado boquiabierta.

Definitivamente parece haber emergido de las sombras, y sus ojos son tan oscuros como dicen. El cabello negro le cae desordenado sobre la frente.
Lo examino unos segundos, notando los tatuajes que le cubren todo el brazo derecho. Levanto la mirada hacia sus ojos y me doy cuenta de que también me está observando.

—¿Buenos días? —dice con voz ronca, enarcando una ceja.

Su voz encaja perfectamente con ese aire oscuro que proyecta. Pero, espera, ¿lo he despertado?

Probablemente.

Santo Dios.

—Eh, perdón —balbuceo, sacándome de mis pensamientos. Me aclaro la garganta para hablar de nuevo—. Buenos días. Mi nombre es Leyla Sterne.

—Simon Romanov, un gusto.

No deja de mirarme. Me intimida. Sobre todo porque parece estar analizándome de pies a cabeza.

Mis manos tiemblan y mi frente suda. Solo quiero irme ya.

—Lo visito porque en el pueblo solemos invitar a la misa de los domingos a cada persona que se muda —le entrego el folleto que me dio mi padre y continúo—. Contiene información sobre las predicas semanales y los horarios, por si le interesa asistir.

No me doy cuenta de nuestra gran diferencia de altura hasta que él se inclina hacia mí.

Dios mío, que esto acabe ya.

—¿También irás tú?

¿Qué? ¿Acaso lo importante no es recibir la palabra del Padre? ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—Sí. Mi padre es el sacerdote —respondo con cautela. El viento desordena mi cabello, así que lo acomodo detrás de mi oreja—. En fin, espero verlo. Es un gusto saludarlo, Señor Romanov. —Me doy la vuelta y me marcho.

Qué tensión.

Cuando llego a la iglesia, me escabullo hacia el jardín donde Mara ha estado esperándome al menos cinco minutos.

La conozco desde que éramos niñas y la considero casi como una hermana, a pesar de nuestras diferencias.

—¿Dónde te habías metido? —dice acercándose para darme un apretón—. Tengo mucho que contarte.

Acomodo mi vestido cuando me suelta y camino hacia unos troncos para sentarme. Ella me sigue y se incorpora frente a mí.

—Soy toda oídos —sonrío entusiasmada. Mara y yo éramos completamente diferentes. Yo solía pasar tiempo en la iglesia, ayudando a preparar comida para refugios, tocando el piano en mi tiempo libre y organizando las misas semanales. Mara era más liberal, sus padres la criaron con mucha religión pero ella ha cambiado mucho con los años. Es bastante extrovertida.
Aún así, la quiero.

Afortunadamente, mi padre no me ha dicho nada sobre ella, pero madre Luisa parece tener una opinión diferente.
Para ella, Mara es la personificación del pecado, una libertina y gran pecadora. Por eso nos vemos a escondidas.

Ella me cuenta sobre su semana, mencionando al chico nuevo que ha conocido en una estación de tren, con el cual ha estado intercambiado mensajes.

—Voy a verlo esta noche —chilla emocionada. Hago una mueca para que baje la voz y nadie nos escuche—. Te prometo que será increíble. Luego te contaré a ti y a las chicas cada detalle —murmura.

—Estaré ansiosa por escucharlo. Pero prométeme que te cuidarás.

—Lo prometo.

La alarma de mi reloj interrumpe nuestra charla con su molesto beep.

—Debo regresar. Mamá Luisa...

—Te está esperando —termina por mi—. Está bien, ve. Nos vemos después.

Me apresuro a levantarme y despedirme con un gesto, perdiéndola de vista.

—Debes aprender a cocinar si quieres ser una buena esposa —comenta mamá Luisa mientras preparamos una crema de verduras para la cena. Por lo general, preparo la cena con ella y luego cenamos juntos con mi padre—. La temperatura debe estar a punto medio —me enseña, asiento y tomo nota mentalmente.

—Entiendo. —Añado un poco de sal a la crema—. Tiene buen sabor.

—Prepara la mesa, tu padre está por llegar.

—Sí, madre.

Me apuro y organizo los platos y cubiertos con precisión, tal como me enseñó madre Luisa. Coloco las servilletas hasta que todo queda perfectamente dispuesto.

Cuando papá llega, comemos con el, mientras se dedica a saborear la comida que hemos preparado. Nos cuenta sobre su día y luego habla un rato más con madre Luisa sobre la misa del próximo domingo, antes de levantarse para ir a la cama.
Al terminar, lavo y recojo el desorden como de costumbre. Me limpio la gota de sudor de la frente al acabar.

Tomo una ducha poco después, para irme a mi habitación.
Busco entre mi cajón de ropa limpia hasta encontrar mi pijama. Antes de desvestirme, aseguro la puerta y me giro para ver mi reflejo en el espejo de madera detrás de mí. Mientras me desnudo para ponerme la ropa cómoda, me detengo para observar las cicatrices que tengo marcadas en el torso, extendiéndose por la espalda.

Una ola de ansiedad me invade mientras paso mis dedos sobre ellas, luchando por contener las lágrimas.

Es culpa mía.

Pecadora.

Cierro los ojos con fuerza para reprimir las lágrimas y me doy la vuelta.

Finalmente cómoda, después de mi devocional diario, me acuesto entre las sábanas. Antes de apagar la luz, busco debajo del colchón y encuentro mi diario: mi posesión más privada.

Este no es un diario común. Ojalá lo fuera.

No es el típico diario donde escribes sobre tu día a día o el chico que secretamente te gusta como una adolescente tonta enamorada.

No.

Es mucho más que eso.

En este diario está mi verdadero yo. Mis deseos más profundos y pensamientos más oscuros. Aquellos que nunca compartiría con nadie.

Nadie debe ver esto.

Nunca.

Forgive MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora