Ni la cabalgata, ni el baño en el riachuelo que había en el límite de la hacienda, ni el magnífico paisaje habían mitigado la sensación de ahogo en su pecho que Gabriele sentía en esos momentos. A sus veintiocho años de vida jamás se había arrepentido de sus actos, es más, se vanagloriaba de su ardua vida amorosa y aunque sus excesos en ocasiones le habían hecho estar en una posición peliaguda, lo cierto es que aún así, no había sentido un atisbo de culpabilidad, así que aquel sentimiento de de presión que amenazaba con diminuir su respiración era nuevo.
Y tan insólito como la propia lady Camelia en su esencia.
No se arrepentía de besarla. ¡Dioses!, ¡Había sido exquisitamente placentero! Y no se habría detenido de no ser porque ella se había apartado abruptamente, algo que también le mantenía completamente anonadado.
¿Qué tenía esa joven para aturdirlo de ese modo?, ¿Para provocar en él una clase de sentimientos impropios de Su naturaleza? Había tratado de convencerse de que solo deseaba besarla para aturdirla, para hacerle ver que ella también le deseaba a pesar de su supuesta indiferencia, para satisfacer su ego, para mitigar esa hambrienta necesidad que ella despertaba sin esforzarse y sin poseer los cánones de belleza que a él le fascinaban, pero lo cierto, lo insólito de todo aquello es que no soportaba la idea de que lady Camelia prefiriese a alguien como lord di Montis antes que a él y menos aún pensaba que alguien como el barón pudiera complacerla después de comprobar por sí mismo que aquella mujer podía ser demasiado complaciente bajo su cuerpo.
¡Por todos los Dioses! ¡Necesitaba marcharse de allí! ¡Lejos de Florencia! ¡Lejos de lady Camelia y de ese ímpetu indomable que le hacía enardecer los sentidos!
El mismo mozo de cuadra que le había atendido al verle llegar, le esperaba ahora preparado para su llegada. Fue discreto al no comentar nada sobre sus ropas empapadas, pero en cuanto descabalgó de su semental, le ofreció las riendas y se marchó rápidamente hacia la casa con la intención de cambiarse de ropa. No esperó encontrarse con su propia madre mientras se dirigía hacia la escalera que daba a las habitaciones de la planta superior.
—¡Por el amor de dios, Gabriele!, ¿Qué te ha ocurrido? —bramó en un tono de voz agudo y llamando la atención de otros invitados.
Percibió que muchos pares de ojos le observaban y rápidamente encontró entre ellos los de lady Georgia, que parecía contrariada al verle con las ropas empapadas.
—Me levanté temprano para recorrer la finca a caballo, ha sido una cabalgata refrescante. Iré a cambiarme enseguida —decretó girando sus talones para comenzar a subir y tuvo que detenerse al ver que otra persona bajaba en la misma dirección.
Los ojos ámbar de lady Camelia le escrutaron y aquello por lo que tanto se había empeñado en apaciguar resurgió de nuevo desde sus entrañas. ¿Era su imaginación o la veía más hermosa que esa mañana? Quizá era el rubor en sus mejillas, el fuego que destilaban sus ojos y aquellos labios sedientos que había tenido la fortuna de probar y que anhelaba volver a poseerlos.