Capitulo 22

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Han pasado casi tres semanas o eso dice el calendario que he hecho en el suelo. Cada día se siente como una eternidad en esta prisión de oscuridad y desesperación. La última vez que el hombre vino a traerme comida, estaba decidida a hacer algo, cualquier cosa, para cambiar mi destino. Ya no me podía mover bien, la debilidad se había apoderado de mi cuerpo.

—¿Qué? —dijo él, acercándose a mí, con una expresión que intentaba ocultar su desprecio.

—No quiero tu comida de mierda. Prefiero morirme de hambre antes que comer esto que me dais. Llevo aquí dos semanas, y ya te digo yo que no duraré mucho más.

Cuando se levantó y me miró, vi un destello de pena en sus ojos, pero se desvaneció rápidamente, transformándose en odio.

—No hago esto porque quiero, ¿vale? —dijo, agarrándome del cuello con fuerza.

—M-Me estás ahog-ando...

—Me das igual. Solo quiero a mi padre de vuelta y el padre de Nabil se encargó de meterlo a la cárcel. Si hace falta te mato para tener aquí a mi padre —dijo, apretando más mi cuello.

El aire comenzaba a faltarme y estaba demasiado débil como para luchar, pero finalmente, reuní todas mis fuerzas y reaccioné.

—¡Suéltame! —grité, dándole una patada.

Se apartó, adolorido y se fue negando con la cabeza. Estaba loco, casi me mata. Pasaron varios segundos hasta que logré volver a respirar.

Entonces, vi su móvil en el suelo. Lo había soltado en la confusión. Lo agarré rápidamente y traté de desbloquearlo, pero no pude. Sin pensarlo, marqué el número de emergencia. Cuando escuché que alguien contestaba, comencé a llorar de felicidad.

—Por favor, ayúdenme. Me han secuestrado —dije entre sollozos.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó la voz al otro lado de la línea.

—Nadia Ben, por favor, ayuda.

—Tranquila, te encontraremos. ¿Dónde estás?

—No sé, está todo oscuro, es un garaje vacío. Estoy en la habitación de...

Antes de que pudiera decir más, la puerta se abrió de golpe.

—¡Dame mi puto móvil! —gritó el hombre, empujándome contra la pared. Después de eso, todo se volvió negro.



NABIL

Ya habían pasado dos semanas desde la desaparición de Nadia. Mi madre ha estado conmigo en todo momento, buscándola día y noche. Incluso la policía quería dejar de buscar, pero los convencí de que ella aún seguía viva, o eso quería creer. Cada día era peor que el anterior. Solo podía pensar en sus últimas palabras, ese adiós que me dijo con el mayor odio que había visto en ella. Todo era mi culpa. Si le hubiese contado lo de Sara desde que comencé en la empresa, si no hubiésemos venido a esa cena, ella estaría aquí conmigo.

Estaba sentado en la sala cuando me llamaron. Cogí el móvil temblando.

Al escuchar lo que me dijo la policía sobre una chica llamada Nadia que había llamado pidiendo ayuda, fui directo allí. Me dijeron que sabían en qué garaje estaba, uno abandonado.

—Su mujer ha dicho que está en un garaje abandonado, y por lo que sabemos, solo hay uno en este pueblo. Iremos ahora a revisarlo.

Fuimos y durante el camino no paraba de temblar. Cuando llegamos al garaje, lo revisaron y no había nada, pero al bajar a la habitación de abajo, encontramos solo una alfombra para rezar y un Corán en una esquina. Había sangre. Le di un puñetazo a la pared.

Nadia había estado aquí, lo sabía, y pensar que le habían hecho daño me hervía la sangre. Salimos todos, pero antes cogí el Corán y la alfombra y volvimos a la comisaría para intentar localizar el móvil desde el que llamó. Después de una hora, no encontraron nada. Mi corazón volvía a encogerse. Antes de levantarme para ir al coche, recibí una llamada de un número desconocido.

—¿Quién es? —pregunté.

—Hola, hijo.

Al escuchar esa voz, mi corazón comenzó a latir a mil. Lo único que me pasaba por la cabeza era que Nadia estaba con él.

—Te juro que si tienes a Nadia y le has hecho algo, estás muerto.

—Yo no te enseñé a hablarle así a tu padre.

—Te he dicho que dónde coño está Nadia. Sé que la tienes tú, así que di lo que quieres y acabemos con esto ya.

—Dos millones en dos horas. Si no estás aquí, dile adiós para siempre a tu querida mujer, y ven solo.

Colgué. La policía había escuchado todo ya que lo puse en altavoz.

—Es un descampado. Si vais, os verá seguro y Nadia estará muerta.

—Tienes razón —dijo uno de los oficiales—. Ve tú, dale el dinero y trae a Nadia. Después nosotros apareceremos para arrestarlo.

—No la dejará ir, lo conozco.

Se quedaron callados y ahí supe que si iba sin nada, esto no acabaría bien. Fui a casa para coger el dinero, lo puse en una maleta, y cogí la pistola que tenía guardada por si acaso en el fondo del armario.

Ya estaba llegando cuando vi a Nadia. Mi padre la tenía sujeta del cuello con un arma en la cabeza. No estaba llorando, ni parecía asustada. Hasta en la peor situación, se mantenía firme.

Paré el coche y me dirigí hacia ellos.

—Querido hijo, cuánto tiempo —dijo mi padre con una sonrisa.

—Ni querido ni mierdas. Suéltala.

—¿No quieres hablar de la vida que te di y luego me abandonaste? Ni un solo día has venido a visitarme.

—No iba a visitar a alguien que me había jodido la vida —dije en seco.

—Te di cómo mantenerte y que no te faltara de nada. Mira ahora cómo estás: rico, casado, no te falta nada gracias a mí.

—Meterme en la mierda de las drogas no era la mejor manera, y eso ya lo he dejado. Lo que tengo es gracias a mí, no a ti.

Cogió las balas y las puso en el arma.

—¿Qué coño haces?

—Lo que tenía que haber hecho hace semanas.

—Aquí está el puto dinero. Suéltala.

Cuando volvió a poner el arma en la cabeza de Nadia, vi cómo las lágrimas me salían una tras otra.

—Escúchame, padre —dije, tratando de mantener la calma—. Todo esto puede acabar ahora. Suelta a Nadia y podrás tener el dinero. Podemos resolver esto sin más violencia.

Él rió amargamente, sacudiendo la cabeza.

—¿Resolverlo? ¿Después de todo lo que he pasado? —dijo, su voz cargada de resentimiento—. Nunca entenderás lo que es perderlo todo.

—Tú elegiste ese camino —respondí con firmeza—. Pero yo no voy a dejar que sigas arr
uinando vidas. Ahora, suéltala.

—¡Cállate! —gritó, sus ojos llenos de furia.

Mantuve mi  postura, mi mano temblando ligeramente al tocar  la pistola que había en mi espalda

—Suéltala —repetí.

—Si la mato y me llevo el dinero, no te quedará nada.

Saqué la pistola del bolsillo trasero y le apunté.

—O la sueltas o disparo. Ni me lo voy a pensar.

—No matarías a tu padre...




Fiha kherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora