Cap 11

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Al llegar a casa, compruebo con alivio que Tom no ha llegado todavía.

Dejo caer sobre la barra de la cocina un paquete de comida preparada, voy al dormitorio y saco el disfraz de la bolsa.

Cuando lo sostengo delante de mí, noto la primera punzada de incertidumbre. La señora de la tienda me ha medido el pecho, la cintura y las caderas para poder calcular mi talla.

Pero no parece que la prenda diminuta que tengo en las manos vaya a caberme.

Resulta que el disfraz me cabe, aunque no parece más grande después de ponérmelo. El sosten y la falda son de satén rosa y delicado encaje negro.

Mis pechos, juntos y levantados, forman un escote que no he tenido nunca por qué jamás uso escote.

La falda acampanada acaba muchos centímetros por encima de las rodillas. Cuando me incline hacia delante, tienen que verse las braguitas de hilo negras con encaje. Me ato el minúsculo delantal, me coloco la pequeña cofia sobre la cabeza y, después de ponerme las medias negras hasta el muslo, enderezo los lazos rosados a la altura de las rodillas.

Cuando me he calzado los tacones y tomo el plumero, me siento sexy y ridícula al mismo tiempo, si es que esa combinación es posible. Mi mente fluctúa entre las dos sensaciones. No se trata de que el disfraz no me quede bien; es que, sinceramente, no me imagino qué pensará Tom cuando llegue a casa y me encuentre así.

Hoy tendrá una entrevista peor el nuevo reality que están manejando Bill y el pero, su hermano aún no puede venir a Alemania y Tom lleva toda la carga.

Aún no se sabe de nuestro pequeño tropiezo en las vegas, todo va de maravilla con la prensa pero lleva aún así una carga en sus hombros al atravesar esa puerta y esa soy yo.

Sin embargo, disfrazarse no basta.
Los disfraces por sí solos no son suficientes. Necesito un argumento, una historia que contar. Intuyo que esta noche necesitamos perdernos en otra realidad, una realidad en la que el estrés del trabajo que no afecten,  sobre las horas diurnas de Tom y yo no tenga la sensación de que la chica a la que ofreció la oportunidad de vivir una aventura se dejó la chispa en Estados Unidos.

Podría ser la criada eficiente que a hecho su trabajo a la perfección y merece una recompensa. La idea de Tom dándome las gracias, recompensándome, me enciende la piel.

El problema es que el piso de Tom está impecable. No puedo hacer nada para que tenga mejor aspecto, y él no entenderá qué papel le corresponde hacer.

Eso significa que tengo que meterme en problemas.
Miro a mi alrededor, preguntándome qué puedo desordenar, algo en lo que él se fije enseguida. No quiero dejar comida sobre la encimera por si el plan funciona y acabamos en la cama toda la noche.

Mis ojos recorren el apartamento y se detienen en las ventanas. A la suave luz de los faros, veo que los cristales relucen sin una sola mancha.

Sé que está a punto de llegar. Oigo el rechinar del ascensor, el ruido metálico de las puertas al cerrarse.

Cierro los ojos y apoyo las palmas de las manos en la ventana. Cuando las aparto, quedan en el cristal dos manchas alargadas.

Su llave encaja en la cerradura y gira con un crujido. La puerta se abre con el roce de madera contra madera y yo me sitúo en el recibidor con la espalda recta y las manos sujetando el plumero, delante de mí.

Tom deja caer las llaves sobre la mesa, y alza la vista. Abre mucho los ojos.

—Vaya. Hola.

Sus manos aprietan con más fuerza los dos sobres que acaba de tomar del buzón.

 Mein Heiliger  ♰ (Tom Kaulitz)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora