CAPÍTULO TRES

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Simon Romanov

Después de horas frente a la televisión entre papeletas de trabajo, ya entrada la noche me levanté para ir al refrigerador y me di cuenta de que me había quedado sin cervezas. Aunque no soy fanático de emborracharme—de hecho, lo odio—de vez en cuando, una que otra cerveza fría me ayuda a relajarme cuando el estrés aprieta.

Con las manos en los bolsillos de mi chaqueta, camino sobre el asfalto hacia la tienda de conveniencia más cercana. Este pueblo solitario era justo lo que necesitaba en este momento. No es que esté huyendo de algo, más bien busco algo de paz, y este lugar parece ofrecerla.

Cuando llego a una bastante grande, con una fachada en blanco y negro y un letrero de luces led que dice "abierto", no dudo en entrar. Paso por la puerta de cristal mientras una ola de aire frío me cala los huesos debido al aire acondicionado del lugar. Entrebusco con la mirada hasta encontrar mi objetivo. Tomo un par y me dirijo a la caja. Una rubia de ojos claros, le calculo unos veintitantos años, es quien me atiende. Lleva unas ojeras enormes y el cabello medio desaliñado. Al parecer, este trabajo no es su cosa favorita.

Salgo del lugar. Decidí caminar para refrescarme. El templado clima me traía bastantes recuerdos. Me agradaba, era fresco y odiaba el calor, es sofocante e incómodo.

Doy pasos calmados en mi recorrido, eran más de las once de la noche y el pueblo está más tranquilo que nunca.
Es entonces cuando noto un edificio a pocos metros de distancia: la iglesia.

¿Es la iglesia a la que Leyla me ha invitado?
Y sí, me aprendí su nombre. De alguna u otra manera recuerdo la forma en la que temblaban sus labios cuando pronunció mi nombre. O quizá la agitación de sus manos mientras me entregaba la papeleta. Papeleta que he perdido y no sé ni cómo.

Examino el edificio, es más enorme de lo que llegué a pensar. Demasiado grande para un pueblo tan pequeño.
Siento una punzada de curiosidad. Su fachada gris claro y el jardín de rosas blancas la hacían ver acogedora pero imponente a la vez. Aunque, lo que me hizo acercarme por completo fue la tenue luz que se asomaba por una ventana desde el interior. Ojeo a mis costados y avanzo sobre el césped hasta estar lo suficientemente cerca. El interior estaba bañado en una luz suave, bancos de madera en enormes filas, demasiado ordenados. Una gran alfombra roja abriendo paso hacia el altar, donde se posaba un brillante y antiguo piano.

Subo la mirada a los costados para toparme con las imágenes religiosas pintadas con delicadeza. Hay un ángel en una esquina, y aunque su mirada no me intimida, parece bastante perturbador.

Siempre lo he pensado. Desde niño. Incluso una vez a los ocho años, le dije a mi abuela que no quería volver a la iglesia porque sentía que esos santos me espiaban o algo así. Por obvias razones, terminó dándome un jalón de orejas, sin olvidar el regaño entre dientes, claro.

Bajo la mirada inspeccionando por la ventana cuando mis ojos se clavan en una cabellera larga y castaña. Leyla.
Va con un vestido blanco que cubre cada centímetro de su piel—cosa que me hace pensar que no suele usar nada más que esos incómodos vestidos—. Su mirada se pasea por la Biblia que trae entre manos, mientras está sentada en un pequeño escritorio en una esquina del fondo.

No me ve, y espero que no pueda hacerlo. Su concentración era palpable, como si estuviera en otro mundo, ajena al mío. Contempla con atención cada página y toma apuntes en una libretilla que tiene al lado.

Su cabello medio desordenado cae con ligereza sobre sus hombros, dándole un aspecto demasiado puro.
Me dan ganas de entrar, pero luego pienso en lo extremadamente raro que sería. Así que dejo mis pensamientos de lado y decido volver a casa.

Forgive MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora