Un casa solitaria

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Estar en su casa se había vuelto insoportable desde el principio. Las paredes parecían cerrarse sobre ella, sofocándola con cada respiración. Cada rincón de la casa, cada sombra al caer la tarde, le recordaba la ausencia de su madre, una presencia que se había vuelto fantasmal y constante, persiguiéndola en cada paso.

Tori pasaba la mayor parte de sus días en el dojo, entregándose a la rutina de los golpes y las patadas, buscando algo, cualquier cosa, que pudiera llenar el vacío. Ahí, al menos, podía canalizar su frustración en algo tangible. Los moretones y el dolor físico eran más fáciles de soportar que el dolor interno que la consumía en casa. Había algo en la brutalidad de Cobra Kai que la mantenía en pie; en el dojo, podía sentir que tenía control, aunque fuera por un momento, sobre una vida que se había vuelto caótica y desolada.

Con el tiempo, se había empezado a acostumbrar a la ausencia de su madre, a los espacios vacíos en la mesa, a las habitaciones que alguna vez resonaron con una calidez que ya no existía. Pero eso no hacía que el dolor fuera menor. Era una herida que no cicatrizaba, una tristeza que se sentía como una manta pesada sobre sus hombros, siempre presente, siempre ahí, recordándole lo que había perdido.

Esta noche, sin entrenamiento, la casa parecía más grande y vacía que nunca. El reloj en la pared marcaba los segundos con un sonido mecánico y repetitivo, una burla constante de su soledad. Tori trataba de distraerse con la televisión encendida, pero no podía concentrarse en nada. Las imágenes se desdibujaban frente a sus ojos mientras su mente divagaba hacia recuerdos que intentaba enterrar. La risa de su madre resonaba en su memoria, mezclada con la voz de Robby en el otro extremo del teléfono, llamándola, dejándole mensajes que nunca respondió.

El sonido de los golpes en la puerta rompió la monotonía del silencio. Al principio, Tori dudó en levantarse, pero la insistencia de los golpes no le dejó opción. Abrió la puerta y allí estaba él, Robby, parado en el umbral con la misma expresión que había visto tantas veces antes. Era una mezcla de culpa y algo parecido a la desesperación, una mirada que la hacía sentir vulnerable y expuesta, como si él pudiera ver a través de todas sus barreras.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Tori, intentando mantener su voz firme, pero notando la grieta en su tono. No se había permitido pensar en él, no realmente, y verlo ahí frente a ella era como abrir una herida que nunca había cerrado del todo.

—Tenemos que hablar. ¿Puedo pasar, Tori? —preguntó Robby, su voz suave pero llena de una urgencia que Tori no quería enfrentar.

Ella lo dejó entrar, aunque se mantuvo a distancia, sin soltar la puerta del todo, como si así pudiera controlar cuánto de él dejaba entrar en su espacio. Habían pasado meses desde la última vez que se vieron, desde que ella dejó Miyagi-Do, la escuela, y todo lo que alguna vez fue parte de su vida.

Robby observó la casa, el desorden, las fotos aún colgadas en las paredes, y luego a Tori, que parecía más frágil de lo que él recordaba, con ojeras que delataban noches sin dormir y una tensión constante en su postura.

—¿Por qué te fuiste así, Tori? ¿Por qué no respondiste mis llamadas? —preguntó, su voz intentando ser suave, pero cargada de frustración.

Tori cruzó los brazos, como si eso pudiera protegerla de lo que estaba sintiendo. Se mordió el labio, luchando por mantener la compostura. Había esperado que él viniera antes, pero al mismo tiempo, sabía que no estaba lista para verlo.

—¿Qué querías que hiciera? —respondió ella, tratando de mantener el control de su voz, pero notando cómo temblaba ligeramente—. ¿Que me quedara ahí, humillándome más? Mi madre murió, Robby. ¿Crees que en esa situación te pude responder?

Robby la miró con dolor, sus ojos buscaban los de ella, intentando encontrar algún resquicio de la Tori que conocía. Pero ella se sentía diferente, rota en formas que él no podía entender. Había estado sola durante tanto tiempo que ya no sabía cómo dejar que alguien más se acercara.

—Lo siento, Tori. No sabía... no sabía cómo ayudarte. No sabía qué hacer —dijo él, dando un paso hacia ella, pero Tori retrocedió instintivamente, como si el simple hecho de acercarse pudiera romperla.

Ella negó con la cabeza, sus emociones burbujeando a la superficie, una mezcla de ira, tristeza y algo más que no lograba identificar.

—No, Robby. Hace meses que te necesité y no viniste. Te quedaste ahí, sin mover un dedo, sin importarte lo que me estaba pasando. Y ahora vienes con este discurso... —sus palabras se quebraron, pero su mirada se mantuvo firme, casi desafiándolo.

Robby intentó hablar, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Se sentía culpable, pero también impotente. Había estado tan ocupado reconstruyendo su propia vida que no había visto lo que Tori estaba atravesando.

—No tienes que cargar con todo esto sola, Tori. No es justo para ti... ni para nadie.

—Ya es tarde —respondió ella, su voz apenas un susurro. La rabia que sentía se mezclaba con una tristeza que no podía evitar.

—¿Y qué pasa con nosotros? —insistió Robby—. ¿Terminamos así, sin más? ¿Qué pasa con nuestra promesa? ¿Prefieres alejarte y olvidarte de todo?

Tori apretó los labios, intentando contener las lágrimas que amenazaban con salir. No quería mostrarse débil frente a él, no otra vez.

—No soy egoísta por elegirme a mí misma, Robby. La promesa que hicimos ya no significa nada. No puedes aferrarte a ella como si aún tuviera valor —lo miró directamente a los ojos, queriendo que entendiera que no se trataba de él, sino de ella, de lo que necesitaba para sobrevivir.

Robby se quedó quieto, luchando con lo que quería decir y lo que realmente sentía. Se quedó así por unos segundos, antes de girarse y salir de la casa, cerrando la puerta tras de sí con un portazo que resonó en la casa vacía.

Tori permaneció inmóvil, escuchando el eco de la puerta, el único sonido en una casa que de nuevo se sentía demasiado grande y silenciosa. Se dirigió a su habitación y se dejó caer en la cama, mirando el techo, sintiendo el peso de su propia soledad. El dolor seguía ahí, pero era diferente, más distante, como si se hubiera convertido en parte de ella. Al final del día siempre era ella sola, limpiando sus lágrimas, convenciéndose de que no necesitaba a nadie más, tratando de no sentirse mal, de sanar a su propio ritmo, porque cada uno iba a su paso, y no estaba mal ir un poco más lento que los demás.

𝔄𝔩𝔪𝔞𝔰 𝔡𝔢 𝔠𝔬𝔪𝔟𝔞𝔱𝔢-𝔉𝔞𝔫𝔣𝔦𝔠Donde viven las historias. Descúbrelo ahora