Parte 36

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Se encontraba aferrado al cuerpo, estrechándola entre sus brazos y sollozando sobre su cuello, suplicándole al oído que despierte, exigiéndole que no lo abandone.

Su corazón estaba totalmente destruido, fuerzas para sostenerse no tenía, sus rodillas se doblaron y se estrellaron en el suelo. Los fuertes sollozos partían el corazón de sus amigos y de todos los que le acompañaban, cada segundo se intensificaba más.

—¡Ana Paula, mi amor! —le acariciaba el cabello mientras observaba aquel pálido rostro, sus ojos inundados de lágrimas no le permitían observarla bien.

Las gruesas lágrimas caían sobre el rostro de Ana Paula una tras otra. Cada segundo que pasaba y ella no le respondía, la desesperación lo atormentaba, su corazón se apretaba y ardía como si estuviera desollado.

—Señor, por la parte de atrás se escucha el llanto de un bebé —dijo uno de sus hombres.

El llanto de Ignacio se detuvo, soltó a Ana Paula y se levantó, sacó su arma y caminó con ella en mano hasta la parte trasera, cuando vio una mujer y varios hombres corriendo con dirección al helipuerto que se encontraba a varios kilómetros, Ignacio emprendió una corrida, mientras tanto Milo pidió refuerzos.

Si hace minutos atrás no tenía fuerzas para sostenerse, ahora le sobraban para alcanzar aquel hombre que se llevaba a su hijo.

Milo sabía que Ignacio rescataría al bebé, que los refuerzo que él pidió ayudarían a interceptar aquellos hombres, por eso se quedó al lado del cuerpo de Ana Paula.

Al igual que Ignacio, él también estaba destruido, amaba a esa mujer como nunca lo había hecho, por ella estuvo a punto de abandonar todo, quería una vida junto a ella, quería todo con ella, pero desgraciadamente ella eligió a otro, y cuando él se había resignado a no tenerla, a verla en brazos de otro sucedía eso.

Milo le acarició el rostro, acercó sus labios y le dio un suave beso, dejó rodar las lágrimas y musitó.

—Siempre te llevaré en mi corazón, mi niña hermosa.

Los recuerdos de cuando la conoció llegaron a su cabeza, Ana Paula solo era una niña cuando decidió usarla para llegar a Ignacio. Él no debió aprovecharse de la soledad en la que aquella chiquilla se encontraba, no debió engañarla, debió ser sincero con ella, pero tarde se dio cuenta del error que había cometido.

Después de llorarla y decirle todo lo que sentía, el gran dolor y vacío que dejaba en su corazón, Milo se aferró a su cuerpo y ahí se quedó hasta que llegaron sus compañeros.

Mientras tanto, Ignacio corría detrás de Aníbal, era mucha la ventaja que le llevaba, fueron algunos minutos que se quedó llorando sobre el cuerpo de su esposa, pero él más que nadie conocía esas tierras, todo el estado de California lo tenía grabado en la cabeza como si tuviera un plano en ella, por eso tomó el cruce que acortaría la distancia que Aníbal le llevaba.

Ignacio no se detuvo en ningún momento, cada segundo que perdería en descansar le daría ventaja a su enemigo y eso significaría perder a su hijo o hija.

—¡Dame la canasta! —Aníbal sabía que ya estaban por llegar al helicóptero, también sabía que un ejército venía detrás de él, entre ellos Ignacio, por eso no quería seguirse retrasando con la cansada mujer que ya parecía no poder más. Los tres hombres que le acompañaban se quedaron atrás para lograr detener a los que le seguían.

Aníbal estaba por agarrar la canasta donde llevaban al pequeño, de pronto, Ignacio salió de los arbustos y se abalanzó sobre él, logrando que rodaran de una pequeña llanura.

Ignacio BrownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora