Presente
―Hace ya tres meses de eso, y esta es la primera vez que he decidido salir de mi cueva ―digo.
El hombre que hay frente a mí está asustado, sentado en el suelo de un callejón, apoyado sobre la pared de una calle sin salida. He perdido la cuenta de los cigarrillos que he fumado desde que empecé a hablar, porque, sí, ahora fumo. El primero fue cuando volví a la oficina. Will tenía una cajetilla ya empezada en uno de sus cajones junto a un paquete de cerillas. Me acerqué a la ventana para abrirla, me encendí uno y desde entonces no he parado.
El hombre me mira desconcertado y asustado, aunque ha estado escuchando atentamente desde que he empezado a hablar.
―No lo entiendo ―me dice con la voz temblorosa―. ¿Por qué me has contado toda esta historia?
Yo le sonrío y me enciendo un último cigarrillo.
―Verás, durante estos últimos tres meses he estado decidiendo qué debía hacer, y desde el círculo de expertos de Will y toda la gente que formaba el consejo de Winslow Express me advirtieron que debía tomar ya una decisión, porque la empresa no podía ir a la deriva por mucho más tiempo. Pero no puedo ponerme al frente de todo sin antes decidir si continúo con toda la obra de Will o no. Y, amigo mío, tú me vas a ayudar a decidir esto. Que, ¿por qué te he contado toda esta historia? Bueno, supongo que necesitaba recordármela a mí mismo. Exteriorizar las cosas siempre ayuda.
―Pero ―continúa, muerto de miedo―. ¿Qué tengo que ver yo con todo esto? Nunca le he pedido dinero a su empresa. ¿En qué me concierne?
Vuelvo a sonreírle.
―Eres Jeffrey Donovan. Un condenado maltratador de manual, que le zurra a su mujer y le gusta pasar el rato bebiendo y no haciendo nada. Will solía decir que la gente como tú encuentra su propio final, pero, cometiste una cagada, mi buen amigo.
―Escucha, no sé de qué me hablas, ¿vale? Sí, es cierto que bebo, y tal vez me haya excedido con mi mujer en algún momento, pero todo el mundo lo hace, ¿no? No es tan grave...
Está temblando, sudando y a punto de ponerse a llorar. No podría ser más divertido.
―Mira, solo por el hecho de que te parezca normal haber estado a punto de dejar en coma a tu mujer con tu última paliza ya te mereces el mayor de los castigos. Pero no estoy aquí solo por eso ―me acerco a él y me acuclillo justo delante―. Tienes una hija, Clarice, de tan solo ocho años...
―Espera, amigo, espera ―me dice, intentando sonreír como para dejarme por loco y levantando una mano para asegurarse de que mantengo la distancia.
―Te gusta entrar de noche en su habitación, ¿no es así?
―Te lo puedo explicar, en serio...
―O mágicamente tienes la necesidad de ir al baño cuando ella está en la ducha.
―En serio, tío, no es lo que parece.
―Parece que tu mujer no sabe nada, aunque lo que creo es que lo sabe de sobra pero prefiere mirar hacia otro lado porque que seas un maltratador es una cosa, pero un puto pederasta... No, su Jeffrey no puede ser así.
―Escucha, no es lo que piensas, en serio. Jamás tocaría a mi hija.
Me levanto del suelo y camino por el estrecho callejón para intentar contener las ganas que tengo de arrancarle la cabeza.
―Verás, pequeño Jeffrey, el caso es que sí lo has hecho, ¿vale? No intentes fingir que no, en serio. Eso solo me cabrea más. El caso es que yo estoy aquí porque tengo que tomar una decisión, ¿entiendes?
Él comienza a hiperventilar, pero intenta disimular que no.
―Y... ¿Qué decides...? ―susurra bajito.
Me paro frente a él, le miro fijamente a los ojos y descubro que una leve sonrisa se ha dibujado en mi rostro.
ESTÁS LEYENDO
Deja que el mundo arda
ParanormalCuando Barry Goldman acepta trabajar para el joven y multimillonario empresario, William Taylor Winslow, no se imagina que el mundo en el que está a punto de entrar, es más oscuro de lo que cree.