Jiang no tenía tiempo ni ánimos para aprender un idioma nuevo; aparte de China no le quedaban demasiadas opciones para mudarse lejos de Calais. Pensó en quedarse en Francia, tal vez en alguna ciudad que no le recordara su vida pasada, sin querer admitir la verdad: a cualquier lugar a donde fuera, sus recuerdos se iban a ir con él. Después de pensar hasta en la posibilidad de afincarse en una de las ex colonias francesas en América del Sur, que descartó porque a pesar de tener una gran infraestructura turística, no creyó que allí la comida china fuera a tener éxito, optó por Bélgica.
El pequeño país fronterizo con Francia tenía al neerlandés como idioma oficial, pero su segundo idioma más hablado era el francés. Jiang llegó a Bruselas, su capital, con la idea de emplearse en cualquier restaurante y después ver qué hacía con su vida, pero se llevó una sorpresa: no era ni el único asiático que vivía allí, ni el primero que sabía de comida china. Es más, existía un barrio llamado Chinatown, como había en tantas ciudades del mundo: una calle que parecía un pequeño rincón de la antigua Shanghai, iluminada con faroles rojos y dorados y llena de restaurantes, tiendas y toda clase de comercios en donde se ofrecían productos y comidas de Japón, Corea, Vietnam, Tailandia y, por supuesto, China. En ese lugar se agolpaban los turistas, la gente era ruidosa y alegre, y se hablaba una pintoresca mezcla de idiomas salpicados de neerlandés y francés. Allí Jiang pudo sentirse como en su patria.
No tenía mucho dinero ahorrado, pero sus compatriotas le ofrecieron ayuda: un hombre mayor, dueño de una tienda de wontons, lo contrató como su asistente. De a poco y gracias a sus consejos, el anciano se animó a ampliar el menú, y así Jiang pudo darle rienda suelta a sus conocimientos de la cocina tradicional china. En pocos meses la tienda de wontons rebosaba de clientes, y él logró prosperar un poco, sobre todo en su vivienda.
Había pasado sus primeros meses en Bruselas viviendo en un cuartito que le alquiló a una familia coreana: padre, madre y un par de muchachos que le recordaron a los escandalosos Philip, Anna, Marcel y Emmanuel: siempre a las risas y siempre metidos en la vida ajena, sobre todo en la suya. A veces la familia lo invitaba a comer y ellos lo enloquecían a preguntas: que por qué se había ido de China, por qué también se había ido de Francia, que si tenía novia, o en dónde estaban sus padres. No eran malas personas, pero él había perdido la costumbre de responder preguntas incómodas. Cuando pudo alquilar algo propio, se mudó.
Su nuevo apartamento era pequeño pero acogedor: una sala no tan grande, con una cocina adosada que le proporcionaba cierta comodidad, un dormitorio en el que apenas cabía una cama y un par de mesillas de noche, con un ropero empotrado que le gustó bastante, y un baño justo pero completo. No tenía balcón, pero a cambio contaba con un ventanal que ocupaba la mayor parte de una de las paredes, entre la sala y la cocina, y desde el cual Jiang podía mirar a la calle y relajarse por las noches, cuando volvía de su trabajo, con su infaltable copa de vino. Era bastante parecido a aquellos rincones que había armado para él, tanto en París como en Calais, y eso le gustó, aunque no pudo evitar que lo atormentara la misma soledad que vivió en esos lugares. A veces, después de un par de copas se iba a dormir, pero otras, pensando en lo que había dejado atrás, le ganaba la nostalgia y llamaba por teléfono a la única persona con la que podía hablar sin sentirse juzgado:
—Michel, ¿estás solo?
—Sí, Jiang. Podemos hablar.
Jiang y Michel nunca habían perdido el contacto. Por la pareja de Alain, Jiang se fue enterando del lento declive de su expareja. Al principio Michel no le había dicho nada, porque no quería involucrarlo y que resultara tan dañado como la última vez que se había metido en la vida de YunKai, pero al final se asustó y se lo dijo: después de su primer diagnóstico de estrés por exceso de trabajo, YunKai no mejoró. Había dejado de trabajar, pero sus síntomas de estrés no se fueron: pasaba los días encerrado en la casa de su madre, sumido en un estado del que ni terapias ni pastillas podían sacarlo.
Jiang regresó una noche de su trabajo en la tienda de wontons y se dispuso a llamar de nuevo a Michel, como hacía casi todas las noches en los últimos tiempos:
—¿Cómo está YunKai?
—Es él, ¿verdad? —escuchó, a lo lejos a través del teléfono de su amigo. Era la inconfundible voz de Alain—. ¡Déjame hablarle! ¡Dame el teléfono, Michel!
—¡Quédate quieto, Alain! —replicó Michel. Jiang se quedó en silencio, tan quieto como si el mejor amigo de su ex pudiera escucharlo si hacía el más mínimo ruido—. No es él, es una llamada del trabajo…
—¡¿Te crees que soy idiota o qué?! ¡Nadie del trabajo llama a esta hora!
Jiang escuchó, consternado, la discusión, y al final se sintió atrapado: ni sabía cómo Alain se había enterado de sus llamados. Probablemente el propio Michel se lo había dicho:
—Déjalo, Michel —musitó—. Pásale el teléfono.
Al escuchar la voz de la ex pareja de su amigo, Alain se lanzó a llorar sin consuelo:
—¡Vuelve, Jiang, por favor! Ya no sabemos qué hacer con Kai.
—No puedo volver, Alain…
—¿No lo entiendes? Kai está realmente mal. Casi inundó la casa por pasarse con los brazos metidos en el fregadero y las llaves del agua corriendo a tope. Angeline lo encontró empapado y medio congelado cuando se levantó por la mañana. Ahora sus familiares se están turnando para cuidarlo y no dejarlo solo, y su psiquiatra les aconsejó que lo traigan a París para internarlo de nuevo...
—¿Internarlo? —Jiang no tenía idea de que las cosas estaban tan mal—. Pero, ¿no estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico en Calais?
—No es suficiente. Ya no quiere comer, ni siquiera conmigo. —Alain lanzó un sollozo—. ¡Si no quieres venir no vengas, pero por lo menos llámalo por teléfono! ¡Y si tampoco quieres hablar con él, vete a la mierda, Chen Jiang!
Alain cortó el teléfono, y Jiang se quedó con la copa vacía en la mano, como si no supiera qué hacer a continuación. Parecía que, aunque no lo quisiera, su vida estaba unida a la de Tian YunKai con un hilo que ni siquiera él podía destruir. Por más que intentaba olvidarlo, sus nuevas experiencias en Bruselas estaban impregnadas por su recuerdo: cuando un comensal le pedía un platillo que alguna vez le había hecho, cuando escuchaba a alguien decirle chèri a su pareja, o cuando veía una cabellera de rulos castaños brillar bajo el sol. Aunque Jiang se hubiera ido a la luna, YunKai estaba metido en su carne y se había hecho parte de ella.
Pero Jiang había encontrado un nuevo lugar en el mundo en ese tranquilo rincón de Bruselas, y aún no estaba dispuesto a sacrificar su estabilidad emocional por nadie.
ESTÁS LEYENDO
Los enemigos
RomansaReceta para el desastre: Un francés de espíritu libre. Un chino apegado a las reglas. Un amor imposible. Una mujer capaz de arruinarlo todo. Historia bl de mi autoría. Todos los derechos reservados. Prohibido copiar, adaptar o resubir.