Israel siempre había amado los libros. Desde pequeño, encontraba en ellos un refugio del bullicio del mundo exterior. Cada tarde, después de trabajar, se dirigía a la biblioteca de la ciudad, un edificio antiguo con paredes de ladrillo y grandes ventanales que dejaban entrar la luz del atardecer. Era su lugar de paz, donde las historias cobraban vida y sus problemas parecían desaparecer.
Un día, mientras buscaba un nuevo libro en la sección de literatura clásica, notó a un joven sentado en una de las mesas cercanas. Tenía el cabello rizado, gafas que le daban un aire intelectual y estaba concentrado en un grueso volumen. Israel sintió una curiosidad inexplicable y, sin poder evitarlo, se acercó a la mesa del joven.
—Hola —dijo Israel con una sonrisa tímida—. ¿Puedo sentarme aquí?
El joven levantó la vista de su libro y lo miró con ojos curiosos. Una sonrisa apareció en su rostro.
—Claro, adelante. Me llamo Santiago.
—Israel. Encantado.
La conversación fluyó de manera natural. Hablaron de libros, de sus autores favoritos y de cómo la literatura había influido en sus vidas. Descubrieron que compartían muchas aficiones y que sus gustos literarios eran sorprendentemente similares. Israel se sintió atraído por la pasión con la que Santiago hablaba de sus libros favoritos, y Santiago se fascinó con la forma en que Israel describía las historias que había leído.
A medida que avanzaba la tarde, Israel se dio cuenta de que no solo estaba disfrutando de la conversación, sino que también sentía una conexión especial con Santiago. Había algo en su manera de hablar, en su risa y en la forma en que sus ojos brillaban cuando hablaba de un libro que le apasionaba.
—¿Te gustaría ir a tomar un café? —preguntó Santiago de repente—. Hay una cafetería genial a la vuelta de la esquina.
Israel aceptó con entusiasmo, y ambos salieron de la biblioteca, caminando juntos por las calles empedradas de la ciudad. La cafetería era pequeña y acogedora, con estanterías llenas de libros y cuadros de escritores famosos en las paredes. Se sentaron en una mesa junto a la ventana y continuaron su conversación mientras disfrutaban de sus bebidas.
Con el tiempo, Israel y Santiago se hicieron inseparables. Se encontraron cada tarde en la biblioteca y comenzaron a explorar juntos nuevos rincones de la ciudad, descubriendo cafeterías escondidas, librerías de segunda mano y parques tranquilos donde podían sentarse a leer durante horas. Sus charlas se hicieron más personales, y ambos empezaron a abrirse sobre sus vidas, sus sueños y sus miedos.
Un día, mientras paseaban por un parque al atardecer, Santiago se detuvo y tomó la mano de Israel.
—Israel, hay algo que quiero decirte —dijo, mirándolo a los ojos—. Desde que te conocí, he sentido algo especial. Nunca había conocido a alguien con quien me sintiera tan conectado, alguien que entendiera mis pensamientos y compartiera mis pasiones. No puedo evitarlo... me gustas.
El corazón de Israel latía con fuerza. Había esperado escuchar esas palabras, pero no estaba seguro de cómo responder.
—Santiago, yo... yo siento lo mismo. Desde el primer día que te vi en la biblioteca, supe que había algo especial en ti. Nunca había sentido esto por nadie.
Se miraron en silencio por un momento, y luego Santiago se acercó lentamente y lo besó. Fue un beso tierno y lleno de emoción, que selló el comienzo de algo hermoso.