Capítulo 6

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Asistía yo una o dos veces en la semana al acto de levantarse el rey, y con frecuencia le

veía en manos de su barbero, lo que en verdad constituía al principio un espectáculo

terrible, pues la navaja era casi doble de larga que una guadaña corriente. Su Majestad,

según la costumbre del país, se afeitaba solamente dos veces a la semana. En una ocasión

pude convencer al barbero para que me diese parte de las jabonaduras, de entre las cuales

saqué cuarenta o cincuenta de los cañones más fuertes. Cogí luego un trocito de madera

fina y lo corté dándole la forma del lomo de un peine e hice en él varios agujeros a

distancias iguales con la aguja más delgada que pudo proporcionarme Glumdalclitch. Me di

tan buen arte para fijar en él los cañones, rayéndolos y afilándolos por la punta con mi

navaja, que hice un peine bastante bueno. Refuerzo muy del caso, porque el mío tenía las

púas rotas hasta el punto de ser casi inservible, y no conocía en el país artista tan delicado

que pudiera encargarse de hacerme otro.

Al mismo tiempo aquello me sugirió una diversión en que pasé muchas de mis horas de

ocio. Pedí a la dama de la reina que me guardara el pelo que Su Majestad soltase cuando se

la peinaba, y pasado algún tiempo tuve cierta cantidad. Consulté con mi amigo el ebanista,

que tenía orden de hacerme los trabajillos que necesitase, y le encargué la armadura de dos

sillas no mayores que las que tenía en mi caja y que practicara luego unos agujeritos con

una lezna fina alrededor de lo que había de ser respaldo y asiento. Por estos agujeros pasé

los cabellos más fuertes que pude hallar, al modo que se hace en las sillas de mimbres en

Inglaterra. Cuando estuvieron terminadas las regalé a Su Majestad la reina, quien las puso

Jonathan Swift: Viajes de Gulliver

El Autor de la Semana - © 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales – Universidad de Chile

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en su gabinete y las mostraba como una curiosidad; y, en efecto, eran el asombro de todo el

que las veía. Quiso la reina que yo me sentase en una de aquellas sillas; pero me negué

resueltamente a obedecerla, protestando que mejor moriría mil veces que colocar mi cuerpo

en aquellos cabellos preciosos que en otro tiempo adornaron la cabeza de Su Majestad. De

estos cabellos -como siempre tuve gran disposición para los trabajos manuales- hice

también una bonita bolsa de unos cinco pies de largo, con el nombre de Su Majestad en

letras de oro; bolsa que di a Glumdalclitch con permiso de la reina. A decir verdad, más era

de capricho que para uso, pues no era lo bastante fuerte para resistir el peso de las monedas

grandes, y, de consiguiente, Glumdalclitch sólo guardaba en ella algunas de esas chucherías

a que las niñas son tan aficionadas.

El rey, que amaba la música en extremo, daba frecuentes conciertos en la corte, a los

cuales me llevaban algunas veces. Me ponían dentro de mi caja, sobre una mesa, para que

Los viajes de Gulliver por Jonathan SwiftDonde viven las historias. Descúbrelo ahora