Capitulo Uno

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Maui, la isla de Hawái, era tan tropical y exuberante como la anunciaban, algo que irritó a Ohm di Thitiwat en cuanto se bajó de su avión privado.

Esa humedad era como un abrazo íntimo y no le gustaba la intimidad.

Ese aire espeso se le pegaba a la piel y los vaqueros desteñidos y la chaqueta hecha a medida que había llevado desde Nueva York lo envolvían como un guiñapo mientras recorría la diminuta pista de aterrizaje hacia el Range Rover que lo esperaba, como había ordenado. La ligera brisa le llevó todos los olores de la isla, desde el verdor exultante hasta el más intenso de la caña de azúcar, como besos que no había solicitado. Solo quería mantener una conversación de negocios, no dejarse llevar por una sobredosis sensorial en una maldita pista de aterrizaje.

–¿Está esperándole el coche, como habían prometido? –le preguntó Marnie, su secretaria, por el teléfono de última generación que él se había llevado a la oreja. Era un usuario entusiasta de los codiciados productos de su empresa–. Quedó claro que necesitábamos un vehículo todoterreno. Al parecer, el camino hasta Fuginawa es abrupto y...

–No me importa que sea abrupto –le interrumpió Ohm intentando contener la impaciencia.

No quería estar allí tan poco tiempo después de que, el fin de semana anterior, su empresa hubiese lanzado al mercado el último producto, pero eso no era culpa de su secretaria. Él no debería haber permitido que el sentimentalismo de un anciano se impusiera a su racionalidad, que tanto le había costado adquirir. Esa era la consecuencia. Estaba en la otra punta del mundo, cuando debería estar en su despacho, rodeado de palmeras y olores exóticos para satisfacer el capricho de un anciano.

–El Range Rover es más que suficiente y está aquí, como habíamos pedido.

Marnie pasó a la interminable lista de llamadas y mensajes que había acumulado durante la primera ausencia de él del despacho en el que, literalmente, había dormido durante los últimos meses. Fue como volver atrás, al estrés que había sufrido hacía seis años, cuando empezó con ICE. Él frunció el ceño al recibir otra ráfaga de brisa sofocante. No le gustaba volver atrás ni esa brisa. Era fragante y sensual, le acariciaba el pelo y se le metía por la camisa como los dedos de alguien sugerente y desvergonzado.

Puso los ojos en blanco por lo fantasioso que era y se pasó una mano por la barba incipiente. Sabía que no parecía el consejero delegado de una empresa informática que era la niña mimada del sector y del público. Además, estar allí le apetecía tanto como que le acariciara la brisa hawaiana, ni lo más mínimo.

Ese viaje era un desperdicio absoluto de su tiempo, pensó mientras Marnie seguía comentándole los mensajes y llamadas que exigían su atención inmediata. Debería estar en su despacho de Manhattan ocupándose de todo eso. En cambio, había volado diez horas por los recuerdos de su abuelo para satisfacer el peor de los sentimentalismos. Hacía muchos años, Gianni había vendido su colección de joyas, que adoraba, y había hablado de ellas sin parar durante toda su juventud, la de Ohm.

En ese momento, cuando tenía noventa y ocho años y afrontaba su muerte inminente con su habitual teatralidad y dignidad, quería recuperarlas. Cuando le pidió que comprara esas joyas, en persona, su abuelo le había dicho que le recordaban al amor de su vida. Los tenía un arisco multimillonario japonés en su aislada hacienda de Hawái.

Soltó un bufido al recordarlo mientras tiraba la bolsa en la parte trasera del Range Rover y se quitaba la chaqueta. Todavía no sabía por qué le había hecho caso a su abuelo cuando lo llamó, a principios de ese mes, y le había pedido algo tan disparatado. Sin embargo, ¿quién le negaba a un anciano lo que, según él, era su último deseo antes de morir?

Ira y engañoWhere stories live. Discover now