Lorenzo y Catalina

9 1 2
                                    

Pasamos el resto de la tarde tumbados en el césped, riéndonos, hablando. Fueron las mejores tres horas y media de mi vida.

"¿Dónde dormirás esta noche?", cuestiono.

"Supongo que aquí", dice, "en el prado, bajo las estrellas".

"Eso no puede ser", negué, "pasarás mucho frío".

"No me sentiré cómoda en una cama", asegura.

Me pongo a pensar, y después de dos segundos inútiles, caigo en la cuenta de que tenemos sacos de dormir en un armario.

"Podemos dormir aquí fuera", afirmo, "con sacos de dormir, para no quedarnos helados".

"Eso sería perfecto".

Alrededor de las ocho sacamos los sacos de dormir del armario y los llevamos a la zona de césped que está al lado de la amapola de Catalina. El atardecer se ha puesto y debo aprovechar la oportunidad. Me siento en mi saco de dormir, con un suspiro, Catalina me imita.

"Tengo entendido que los atardeceres son tratados como románticos para los seres humanos", menciona Catalina, "¿me equivoco?".

"No, no te equivocas".

Nos callamos. Pero mi querida mariposa no sabe cerrar la boca cinco segundos del tirón, lo que me encanta de ella.

"Pues tengo una teoría".

"Cuéntame tu teoría".

"La luna y el sol", comienza Catalina, "están perdidamente enamorados el uno del otro desde el principio de los tiempos. Es el típico dúo: luz y oscuridad. Gato naranja y gato gris. Dorado y plata. Etcétera", me explica Catalina, "pero ahí no acaba la teoría. La luna siempre se asoma con la esperanza de poder llegar a ver a su querido sol, pero siempre se acaba dando una decepción al verle marchar. Queda algo. Eso que llamáis atardeceres, son las cartas que deja el sol a la luna antes de irse por el horizonte. Esas nubes, líneas, rayos de los colores naranja, rosa, amarillo e incluso morado; son una serie de versos que le deja el sol a la luna para que ella los lea mientras éste se va. Cuando la luna ha terminado de leer su carta, mira hacia atrás, y se entristece al ver que mientras ha estado leyendo la carta, ha teñido todo el cielo de azul oscuro".

Catalina se tumba.

"Esto que estamos viendo ahora, es una carta", prosigue, "ahora mira hacia atrás". Catalina y yo nos giramos al mismo tiempo, dándonos cuenta de esa forma que la luna está al otro lado del cielo leyendo el atardecer. "Ahí está".

"Y los eclipses...", menciono yo, orgulloso de mi contribución interrumpida.

"A eso iba", me sonríe Catalina. "Si seguimos pensando de manera poética, caeremos en la cuenta de que los eclipses son la única oportunidad que tienen el sol y la luna de darse un beso. De bailar juntos. De abrazarse. De acariciarse. Por eso me tomo los eclipses con tanta importancia. Aunque todavía no he visto ninguno y tampoco creo que vaya a hacerlo".

"Yo solo los he visto por la tele, nunca en persona", comento, descubriendo una nueva parte de mí que ahora se muere de ganas de ver un eclipse.

"Deberíamos intentar ver alguno un día, Lorenzo".

"Sí", asiento, decidido, "estoy muy de acuerdo".

Pienso escribir un día la teoría de la luna y el sol. Pienso hacerlo.

Catalina me cuenta sus interminables anécdotas, y no puedo evitar pensar, ¿cómo puede estar preocupada de no estar creando los suficientes recuerdos, cuando una mariposa cualquiera que es más vieja que Catalina, no ha vivido ni la mitad de sus experiencias?

El surrealismo de hablar con una mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora