Capítulo 2 : Les Amis de l'ABC

121 11 3
                                    

"La Primera Guerra Mágica trajo a Inglaterra muchos inmigrantes franceses, eso es algo que, si no sabes ya, pronto darás en Historia de la Magia.
Merlín... No soportaba esa asignatura.
Pero me estoy yendo del tema.
A raíz de la masiva migración de los franceses a Inglaterra... Nos juntamos un grupo muy variopinto. Las posibilidades de caernos en gracia tras la selección de las Casas en Hogwarts eran ínfimas... Así que doy las gracias a que éramos muy crios y nos conocimos en el pequeño pueblo en que vivíamos.
Ponte en la situación, Diana, de que los niños tras la guerra se llevan la peor parte: padres que no vuelven del frente, la vida en los hogares era precaria...
Así que en cuanto nos vimos muchos chiquillos juntos, no desperdiciamos la oportunidad de juntarnos y hacer migas.

Al principio éramos tres: Mi mejor amigo, Antoine Bahorel, Felix Lesgles y yo.

En seguida se nos unió un trío de... "chicos bien", que se hacían llamar El Triunvirato. Ellos fueron más tarde los que decidieron que nuestro grupo de amigos tenía una... Misión, por así decir. Yo nunca compartí sus ideas del todo, pero ese es otro asunto. El trío de oro estaba formado por Henri Courfeyrac... Ah, Courf. Era el tipo más presumido que puedas imaginarte, incluso para lo niño que era. Luego estaba... Combeferre, Adrien Combeferre, un chico inteligentísimo. Hoy es medimago jefe en San Mungo, ¿sabes?"

Grantaire hizo una pausa, pensativo. El empezar a recordar todo aquello le estaba haciendo empequeñecer. Iba notando cómo poco a poco los recuerdos lo iban atacando como si fuera un veneno. Cogió aire y prosiguió ante la atenta y firme mirada de su hermosa huésped.

"Y después estaba Alexandre Enjolras. "

Hubo una pausa. Parecía como si ese nombre ardiera dolorosamente en la garganta del narrador.

" Alexandre Enjolras. Era una mezcla entre muchacho serio y callado, y la niña más hermosa del mundo. Tenía una belleza dual. Por un lado la belleza de la pureza y la castidad... Y por otro, la belleza pasional de un dios griego. Y eso que no pasaba de los once años por aquel entonces.
Supongo que a estas horas te haces una ligera idea de qué es lo que sentí por él desde un primer momento."

Esa vez, Samuelle Grantaire hizo una pausa a drede, observando a su invitada y tratando de no resultar desagradable dada la fijeza con la que lo hacía.
Ambos sabían ya que la historia se tornaba importante en aquel punto.

Diana, la joven de cabellos rubios y sedosos, hizo un gesto amable, aunque también serio con la cabeza para que Grantaire prosiguiera.
El mago así lo hizo. Se armó de valor una vez más y se metió de lleno en la narración.

"Michel Feuilly vino después, seguido de cerca por René Joly... Un gran chico, pero bastante enfermizo. A veces tenía su gracia reírnos de él y decirle que iba a contraer la viruela de dragón en cualquier momento. Ah.

En fin. Me falta Jehan Prouvaire, que estaba siempre en las nubes, en uno de sus mundos de flores y colores vivos.

Nos hicimos inseparables aquel verano. Pero no hubo manera de caer en gracia al pequeño dios de cabellos rubios... Éramos muy distintos. Y he de decir a su favor que aunque yo intentaba acercarme a él, muchas veces era para chincharle."

—Esa no es una buena manera de caerle bien a alguien—intervino Diana, sonriendo con suavidad, dando un sorbo a su té por primera vez. Lo cierto es que estaba absorta desde el minuto cero.

—Lo sé.

La joven se dio cuenta por aquella respuesta que quizá lo había ofendido.

—Disculpa, Samuelle. Continúa...

—No te preocupes—Grantaire sacudió la mano. Después de todo cuanto había vivido, un comentario así no podría ofenderle.

Sin que ninguno de los dos se diera cuenta, una gata siamesa había acudido al regazo de su dueño, buscando mimos con la exigencia de una reina que clama por la atención de sus súbditos.

"Ahora ya conoces a Les Amis. Cabe decir que, cuando llegamos a la escuela, no sorprendió demasiado nuestra institución, por llamarlo de alguna manera.
Había habido grupos así antes, pero en menor medida. El más famoso fue Los Merodeadores. Supongo que te sonará... En fin.
Como era de esperar, nos seleccionaron en distintas Casas, pero eso ya te lo concretaré más adelante.

Ya estás en precedentes, ya conoces la historia un poco mejor. Ahora entremos en detalles."

El narrador alzó su vista y se encontró de lleno con la dolorosa y viva mirada de Diana. Un nombre precioso, y muy apropiado. Diana, diosa de la caza...

—Tu madre tuvo muy buen gusto a la hora de escoger tu nombre-dijo de pronto, sin saber por qué. De haber podido, se habría sonrojado, pero eso sólo ocurría cuando llevaba dos botellas de whisky de fuego en el cuerpo.
Diana, por el contrario, sí se sonrojó. El rubor en sus blancas mejillas la hacía ser más bonita aún.
Grantaire evitó fijarse demasiado, pero le bastó mirar tan sólo unos segundos para sentir de nuevo el vértigo propio de alguien que se asoma a las profundidades de un abismo sin más seguridad que la de una fina cuerda.
Un paso más y Samuelle Grantaire caería irremediablemente en el abismo de su propia autodestrucción.

Cogió aire y se disculpó, poniéndose en pie y recogiendo la bandeja del té por el mero hecho de no dejar a su mente cavilar. Necesitaba cinco minutos de descanso antes de proseguir.

Avanzó por el salón a paso rápido y una vez hubo desaparecido tras la puerta de la cocina, dejó los cubiertos y utensilios del té antes de llevarse las manos a la cara y proferir una mueca de dolor.

—Ayúdame, por favor. Ayúdame... Házmelo más fácil.—musitó, tirando de su descuidado cabello, preso de la desesperación. Cumplir una promesa nunca había resultado tan difícil. Pero sabía que incumplir algo prometido, sale muy caro. Por eso se lavó la cara, se refrescó, y miró en dirección al salón.
Si no salía bien a la primera, no obstante, siempre podía hablar con Combeferre, o incluso con Courfeyrac, en busca de aliento y palabras de ánimo.
El resto de Les Amis... Los que quedaban, debían mantenerse al margen, al menos por el momento.

Salió de la cocina con mayor ánimo, y sonrió con amplitud a la muchacha.

—¿Por dónde iba? —cuestionó tratando de aparentar normalidad, volviendo a tomar asiento.—

—Íbamos a entrar en detalles.—sonrió sutilmente Diana, estirando una de sus manos y acariciando la de Samuelle, tratando de transferirle ánimo. Después, volvió a su posición inicial.

Había tenido la sutilidad de no preguntar al varón por algo que ambos sabían que era evidente.

—El curso donde todo cambió fue en quinto. Justo el que estás tú a punto de comenzar. Vamos a ver... Por dónde empiezo.

El hombre y el cuadroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora