Capítulo 1

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Estoy a punto de contarle a mi psicóloga algo que nunca le he dicho a nadie. No debería estar tan nervioso: es la señora Hazel (ha oído de todo) y, además, qué más da a estas alturas. Aun así, es raro admitirlo en voz alta por primera vez.

⁠—¿Puedo contarle una cosa? —⁠pregunto.

La señora Hazel deja de desenvolver el caramelo y me dedica toda su atención.

Me aclaro la garganta.

—Creo... creo que me siento solo.

Se mete el caramelo en la boca con una enorme sonrisa.

—Es fantástico oírte decir eso.

Arrugo la frente, confuso.

—No sé si yo lo llamaría fantástico.

—No es fantástico que te sientas solo —⁠aclara, partiendo el caramelo duro con los dientes⁠—. Es fantástico que me lo hayas dicho.

Me cae bien la señora Hazel. Me cayó bien desde el primer día. Curiosamente fue por su consulta. ¿Sabes eso que dicen de que la gente se parece a su perro? Creo que los psicólogos se parecen a sus despachos, y ese espacio puede ofrecer muchísima información.

Por ejemplo, con el doctor Oregon. Tenía unas arrugas profundas labradas en la cara, igualitas que el suelo de madera agrietado donde insistía en que me sentara descalzo de piernas cruzadas. Abandoné después de la primera sesión, y no porque no me gusten las arrugas sino porque me gustan las sillas. El señor Ramplewood siempre tenía los ojos inyectados en sangre y vestía exclusivamente de gris, a juego con su lúgubre consulta situada en un sótano con humedades. Si abandonara la psicología —⁠y no sería mala idea⁠—, le animaría a que se dedicara a su auténtica vocación: guía turístico de casas encantadas.

Pero la señora Hazel me da la sensación de estar a medio camino entre ser coleccionista de piezas de museo y tener síndrome de Diógenes y, no sé por qué, me agrada eso. Estamos sentados en dos sillas idénticas de cuero marrón, con una mesa de centro entre medias llena de revistas antiguas de psicología, cuencos con caramelos para paliar su autodiagnosticada adicción al azúcar y marcas de círculos descoloridos tras décadas de haber colocado bebidas encima sin usar posavasos. El desteñido papel pintado de flores apenas se ve entre las hileras y más hileras de estanterías llenas de libros desgastados y cachivaches rotos, y hay suficientes fotos colgadas torcidas como para decorar una consulta diez veces más grande que esta. Puede que esta habitación sea la pesadilla de un minimalista, pero yo diría que, curiosamente, el caos de la estancia me infunde paz mental desde la primera sesión.

Y la señora Hazel, diminuta en su suéter de punto, arrebujada en una bufanda amarilla a pesar del calor del final de verano, es una extensión de la elaborada colección de objetos que lleva décadas comisariando. Sobre su cabeza se asienta la sempiterna corona de pelo gris y cuelgan a ambos lados de sus gafas de culo de vaso los pendientes chillones con forma de helados de cucurucho que le vendrían al pelo a una pelota de playa con ojos en lugar de a una mujercilla encogida de sesenta y tantos (no acabo de entender cómo, pero le encajan perfectamente). Claro que me gusta venir a hablar con la señora Hazel, al contrario de lo que me pasaba con el doctor Oregon y con el señor Ramplewood. No necesariamente porque sea mejor psicóloga que ellos —⁠aunque creo que lo es⁠— ni porque su consulta sea más cómoda —⁠aunque sé que es cierto⁠—. Me gusta la señora Hazel porque me dice las cosas sin rodeos. Estoy seguro de que es lo que va a hacer ahora mismo.

Así que le pregunto.

⁠—¿Cómo es que sabía que me sentía solo? ¿En qué se me nota?

Sin dudarlo ni un instante, responde:

Drops of Time TogetherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora