Recuerdo la primera vez que estuve plenamente consciente de su presencia en el salón. Detallé su estilo, sus facciones, su cabello, e instintivamente pensé que no lucía como un básico promedio. Estaba riendo, hablaba enérgicamente con Sam y lo único que pude pensar era que su sonrisa resplandecía y contrastaba ferozmente con las prendas oscuras que utilizaba ese día. Me causó curiosidad, pero incluso con ello, nunca me acerqué para hablarle.
Un miércoles cualquiera a las dos de la tarde, mientras el frío sintético producido por el aire acondicionado del Laboratorio-1 me arrullaba (la pereza de la clase también lo hacía), noté que él estaba a mi lado, en la misma fila de computadores. Manu, Bela, él y yo éramos los únicos ahí.
Por obligación, terminó haciéndose con nosotras en un trabajo maluquísimo de Laboratorio, y desde ese entonces; nunca lo soltamos. Se volvió una parte crucial en nuestra vida y en nuestra cotidianidad.
Daniel Monrroy; el protagonista de este relato súper cliché, también es uno de los protagonistas en nuestro círculo social. Un ser lleno de dulzura, torpeza, alegría y genuidad. Daniel es el amigo que todos necesitamos, capaz de brindar compañía incondicional y risas constantemente estruendosas.
Billie Eilish, Orange County, Minecraft, el piano, Clash Royale y One Piece, forman la esencia de su personalidad. Lo que escucha, juega y ve gran parte del tiempo no solo lo define, sino que también lo hace brillar de una manera única e inconfundible. Lo hace ser él.