Prologo

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El príncipe Enzo, siendo el menor de cinco hermanos varones, se había convertido en el último en la línea de sucesión al trono. Como resultado, recibiría lo mínimo necesario para vivir, o al menos eso se pensaba, hasta que una extraña enfermedad acabó con la vida de sus hermanos mayores, convirtiéndolo en el único heredero.

Debido a esta tragedia, los aldeanos comenzaron a esparcir rumores de que él había sido el responsable de la muerte de sus hermanos. El pequeño Enzo escuchaba los susurros de los sirvientes que lo llamaban "asesino", una palabra cuyo significado desconocía. Desconcertado, decidió preguntarle a su hermana mayor qué significaba.

—Significa que nuestros hermanos ya no están acá por tu culpa. ¡Ellos murieron por vos! ¡Los mataste! Estoy segura de que no soportabas la idea de que no ibas a heredar nada —le dijo su hermana con una voz cargada de odio. Cada palabra destrozaba el corazón del pequeño, que retrocedía asustado al ver la furia en los ojos de su hermana—. ¡Andate de mis aposentos!

Hace unos meses, esa misma hermana le daba dulces, jugaba con él o lo defendía de las bromas de sus otros hermanos, pero ahora lo empujó, haciéndolo caer. A ella no le importó, solo cerró la puerta con fuerza. Con tan solo seis años, Enzo se sentía completamente solo. Sus hermanas lo odiaban, sus amigos se habían alejado por órdenes de sus padres, que temían que les pasara lo mismo que a los príncipes, y sus propios padres estaban tan consumidos por el dolor que no veían lo que sucedía a su alrededor si no estaba relacionado con los asuntos del reino.

Enzo escuchó pasos, pero no les prestó atención, pensando que los criados simplemente pasarían de largo, ignorando su existencia. Sin embargo, una voz pequeña, dulce y melodiosa pronunció su nombre, haciéndolo levantar la mirada. Frente a él estaba un niño, si no recordaba mal, el hijo de Román y Ella, el encargado de las caballerizas y la cocinera principal, aunque no sabía su nombre, ya que su madre nunca le había permitido acercarse a los hijos de los criados.

—¿Querés venir a jugar con nosotros? —le preguntó amablemente el niño, ofreciéndole una sonrisa tan linda y sincera como hacía tiempo no recibía.

—¿Yo? —preguntó Enzo, limpiándose las lágrimas.

El niño rió, asintiendo y ofreciéndole la mano para que se levantara, gesto que Enzo aceptó de inmediato.

—Te voy a llevar con mis amigos, ¿estás listo?

Sin esperar respuesta, comenzaron a correr por los pasillos del castillo, recorriendo salas y lugares que Enzo desconocía, ya que su madre no le permitía salir mucho de la zona principal. Todo era hermoso, con varios jardines y fuentes; definitivamente tendría que volver. Finalmente, llegaron a un muro. Enzo lo miró confundido, pero el niño sacó una ramita de su pantalón y tocó tres ladrillos en forma de zigzag. Esperaron unos segundos hasta que el muro comenzó a abrirse frente a ellos. Enzo observaba asombrado, mientras su acompañante lo miraba divertido. El muro reveló otra sala donde había cuatro niños más, mirándolos con curiosidad. El niño tomó a Enzo de la mano y lo llevó adentro; una vez dentro, el muro se cerró tras ellos.

—Francisco, ¿qué hace el príncipe acá? —uno de los niños rompió el silencio—. Sabés lo que van a hacer los reyes cuando lo vean con nosotros.

—Los reyes están muy ocupados en sus asuntos, Ramu, quedate tranquilo —respondió Francisco, ignorando la advertencia, y luego se giró hacia Enzo, que parecía querer huir—. Enzo, ellos son Fer, Santi, Felipe, pero le decimos Ramu, y Juani. Chicos, él es Enzo.

Juani se lanzó a abrazarlo, dándole la bienvenida a su club de chicos malos. Enzo le respondió con una sonrisa; desde ese momento, nunca volvió a sentirse solo, ni siquiera cuando todos ellos resultaron ser Omegas y el Alfa pensó que se alejarían de él. Pero eso no sucedió; su amistad se hizo aún más fuerte.

Hasta que el Omega Matías Recalt llegó a sus vidas.

Mi Alfa perfectamente imperfecto •Matienzo•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora