Capítulo 10

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CASSIA

La sala de estudio es fantástica. Está rodeada de ventanas grandes que permiten el ingreso de luz natural de un modo descomunal. Frente a una de ellas, yace un escritorio de gran tamaño y una biblioteca recubre una pared entera. El interior es cálido y todo huele a roble mezclado con lavanda. Así describiría en general el aroma a hogar.

A veces me pregunto de qué le sirvió una casa tan grande a papá si no hemos podido disfrutarla a su debida manera. No he pasado gran parte de mi vida entre estas paredes. Debe ser por eso que aprecio de sobremanera los recuerdos de mi infancia; correteando por los pasillos mientras mamá me perseguía o jugando a las escondidas con las vecinas de mi edad. Después, mi progenitora se largó. Quedó el vacío, el silencio y la extraña sensación de forzar una familia de a dos. Papá y yo. A veces tiendo a ser dura con él, en mis pensamientos. Sé que no quería herirme pero lo hizo de todos modos al enviarme lejos.

Lo único que necesitaba era crecer con él.

Era una niña de diez años tratando de entender por qué su familia de pronto se desmoronó. Estaba atendida en el internado —cubrían todas mis necesidades—, pero en el plano emocional, quedé a la deriva. A veces pienso que, atravesar el dolor juntos, habría sido un poco más sencillo. Unidos como familia. Creo que mi padre simplemente no sabía cómo lidiar con una niña; no tenía idea sobre lo que necesitaba y, desesperado, decidió que en un internado estaría mejor. Rodeada de mujeres, de otras niñas de mi edad, recibiendo la mejor educación. Si, en lo material lo tuve todo, pero en mi interior quedó un vacío que hasta el día de hoy no consigo llenar. Me invade la sensación de un abrazo que nunca me dieron o ese beso protector en la frente que no llegó cuando hacía falta.

Sin embargo, siempre intenté sobreponerme a toda esa tristeza. Me gusta pensar que soy joven, tengo esperanzas y toda una vida por delante. Sonrío aunque por dentro estoy partida a la mitad. Obtuve un trabajo. Quiero ser para esos estudiantes una fuente de luz. Alguien que mejora su día o al menos, no lo empeora. Por eso, llevo más de una hora sentada frente al escritorio, con la libreta abierta y el bolígrafo en mano, pensando ideas para iniciar la primera clase. Quiero que podamos conocernos los unos a los otros de un modo agradable y cómodo. Nada de esas presentaciones formales y aburridas.

—¿Hija? ¿Estás ahí? —escucho a papá del otro lado de la puerta. Dejo el bolígrafo y voy hacia la entrada.

—Papá, ¿qué pasó?

—Tienes un llamado —extiende el teléfono de línea. Lo miro resignada—. Es Jared. Te pido que le des una oportunidad.

Suspiro abrumada. Después, sostengo el aparato y lo llevo a mi oído.

—No quiero oír nada de lo que tengas para decir —cercioro.

—Cassia, espera. Tengamos una última charla. Cuando quieras, por favor —pide—. Desde que te fuiste mi vida es un infierno. ¿Quieres saber la verdad? Tú eras el único motivo que me daba ganas de vivir.

—Por favor, no hagas esto.

—Dime qué quieres. Haré lo que sea. Lo que me pidas. ¿Quieres que busque otro empleo donde todos sean hombres? Lo haré. No volveré a hablar jamás con otra mujer que no seas tú.

—Eso es una utopía, Jared. Jamás podría pedirte algo así. No tiene sentido.

—Entonces dime qué quieres que haga. No puedo vivir sin ti. ¿Sabes? Si no vuelves pronto... —oigo un respiro—. Voy a matarme, Cassia.

Las heridas que sanamosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora