Cada vez que tengo que evitar el apartamento de mamá y no puedo usar su cocina para hornear pasteles, lo que más me ayuda a escapar del tormento del bucle temporal es la piscina del instituto. Es raro que llegue a bañarme. La mayoría de las veces solo me tumbo al lado y disfruto del silencio en un sitio donde a nadie se le ocurriría buscarme. Nunca voy durante la jornada escolar, cuando la parte donde no cubre parece una lata de sardinas, llena hasta los topes de alumnos pequeños que prefieren hacer pie. Tampoco puedo acercarme por la tarde, cuando el equipo de natación masculino hace competiciones de velocidad (puede que disfrute del paisaje, pero a los nadadores no les hace ni pizca de gracia que los mire). Siempre voy por la noche, cuando puedo dejar volar mis pensamientos sin interrupciones.
Aprendí mediante ensayo y error los primeros días que cierran todas las puertas del instituto al atardecer, salvo una.
No estoy seguro de si se la deja abierta un conserje siempre o si al entrenador de natación se le olvidó cerrar con llave este lunes en particular, pero alguien dejó abierta la entrada del vestuario de chicos durante toda la noche. Y he decidido aprovecharlo.
Dejo el coche del señor Zebb en el aparcamiento vacío de la escuela y me cuelo en la piscina. Aunque no haya ningún alumno, el vestuario huele a los calcetines más sucios que uno se pueda imaginar en una cesta de ropa para lavar.
Después entro en la zona de la piscina.
El aire es cálido y húmedo, como siempre, y está impregnado de olor a cloro. La única luz procede de las bombillas bajo la superficie del agua, que proyectan reflejos temblorosos por toda la estancia. Las baldosas que piso siguen resbaladizas por las salpicaduras del entrenamiento del equipo de natación, y sé por propia experiencia (me di un buen golpe al comienzo del bucle temporal) que hay que andarse con cuidado.
Me dirijo a las gradas del lado donde cubre más y me tumbo en la primera fila de asientos. Miro al techo y me sumo en mis pensamientos, pudiendo al fin reflexionar en todo lo que me ha pasado en los dos últimos días.
Llevo un tiempo insensible, encajonado en una zona de confort cada vez más pequeña. Creo que por eso me han afectado tanto los días 310 y 311; ya no estoy acostumbrado a sentir nada.
Así que, cuando siento algo, lo siento de verdad.
Llevaba por lo menos cien días sin estallar contra mamá, y no porque haya superado el divorcio, sino porque he aprendido que me conviene más mostrarme indiferente con ella que portarme como un capullo una y otra vez. Hoy he perdido los papeles. Y a lo bestia. Probablemente por culpa de Beau o, para ser exactos, por no haber logrado encontrarlo.
Aunque solo hayan pasado horas desde que me besó en la azotea del cine, nunca he echado de menos a alguien con tanta intensidad. No creo que le echara más de menos si supiera que voy a volver a verle pronto o nunca más en toda la vida.
Sé que suena a cliché, y al cliché más gastado de todos, pero quizás los opuestos se atraen. Beau es espontáneo, seguro de sí mismo y despreocupado cuando hace falta. Yo me pienso mucho las cosas, soy inseguro y se me da bien resolver problemas en los momentos importantes.
Antes del día 310, ni en un millón de años me habría bañado desnudo en una playa pública en medio de la ciudad ni me habría sentado a tragarme dos comedias románticas seguidas. Pero en una sola tarde, Beau consiguió que me metiera en el agua y me hizo dudar de lo mucho que detesto los finales de cuento de hadas. Por otra parte, me da la sensación de que muy poca gente le ha dicho a Beau lo maravillosas que pueden llegar a ser su confianza y su curiosidad, sobre todo si se le suma su espontaneidad.
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Drops of Time Together
Teen FictionClark ha vivido el mismo día 309 veces. Sin parar. Está atrapado en un bucle temporal y, al parecer, no hay nada que pueda hacer para detenerlo. Hasta que el día 310 resulta ser... diferente. De repente, su clase de trigonometría habitual se ve inte...