Capítulo once

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Día doscientos treinta de Thomas aplicándome la ley del hielo

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Día doscientos treinta de Thomas aplicándome la ley del hielo. Bueno, en realidad llevaba alrededor de una semana y algunos días de esta forma.

Ya no encontraba cómo matar el tiempo. Hice algunas cosas rutinarias que no necesitaban órdenes directas para llevarlas a cabo; Contestar algunos mails y reenviárselos a Thomas, pedir informes mensuales, y... y eso era todo. Cuando ya me aburría de mirar el techo, me ponía a tontear con internet. Busqué su nombre una y otra vez, encontrando las mismas fotos que la primera vez. No había ninguna novedad, salvo por una nota sobre él donde lo halagaban por el éxito que la empresa estaba teniendo luego de que se pusiera al mando.

Tampoco lo había vuelto a ver. Es decir, lo vi pasar muy pocas veces cuando, asumí yo, iba al baño. No me había hablado y yo me rendí en saludarlo las últimas dos oportunidades.

Soplé el aire que infló mis mejillas y moví mi pierna con aburrimiento. Toqué una lapicera en mi escritorio, pasé una mano por mi rostro y miré la hora. Las cuatro y cinco minutos. Los minutos se volvían tediosos.

Mi teléfono móvil vibró. En la pantalla apareció un mensaje de Julie, enviado al grupo que teníamos los tres; Ella, Alex y yo.


De: Julie.

Con Ethan tomamos una decisión, chicos. La que se va de la empresa soy yo.


Mi corazón se encogió y entré rápidamente para comprobar que no había sido una alucinación causada por mi preocupación. Inmediatamente le contesté.


De: mi

¡No puedes irte!


Alex le puso "¡Hagamos huelga!" y un emoji de un puño. Apreté mis propios puños y solté un insulto, exasperada. Julie se iba y, seguramente pronto lo haría yo también.

Me puse de pie de un tirón, la silla se movió hacia atrás con un sonido rechinante, molesto para los dientes. A paso pesado me acerqué a la puerta del diablo. Del maligno. De la serpiente.

Cerré los ojos al inspirar y exhalé. Ya había entrado sin tocar y esa conversación no había salido bien. Así que me mentalicé con que debía calmarme. Aunque la frustración me daba ganas de revolearle las carpetas por la cabeza.

Di tres toques.

–¿Qué sucede, Sofía? –Preguntó desde dentro, evitando la primera parte que era la de dejarme ingresar. Mordí mi lengua para no sonar grosera. No aún, aunque sea.

–Necesito hablar.

–Mándamelo por correo.

–Debo hablarlo en persona.

–Adelante. –Cedió de mala gana. Yo no entré con mejor actitud que la suya, de todas formas.

Se había quitado el saco negro, luciendo solo una camisa beige casi blanca en su torso. Y, para mi mala suerte, le quedaba bastante ceñida a sus bíceps.

El diablo viste de trajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora