insatisfecho

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Antes de siquiera deslizar la tarjeta en la perilla automática de la puerta, sus oídos perciben un gutural gruñido amortiguado detrás de ella, suena como un ser feral sin mucho juicio que si no fuera porque conoce el dueño de dicho ruido amenazante, Jos pensaría que se trataba de un animal enjaulado.

Suspira, resignado. Deja salir cada uno de sus pesares al igual que el aire que sale de sus pulmones, pensando en lo que está a punto de cometer; entrar a lo que se consideraba el “territorio” de su hijo, Max, sin parches o supresores que oculten su aroma era una sentencia de muerte con daños y consecuencias inevitables. Era un suicidio, en pocas palabras, pero este era su hijo al que crío y vio crecer desde que era un simple cachorro que gorgoteaba y orinaba los pañales.

Un simple gruñido no lo hará retroceder.

Solo debía tranquilizarse, mantener la calma para lo que se venga a continuación, si entraba sin el debido protocolo que él mismo implementó desde que Max se presentó, su propio hijo no será capaz de reconocerlo, lo atacará y le arrancará la garganta de una sola mordida.

Un alfa en celo no es totalmente consciente, está sumergido en un mar caliente de hormonas y feromonas, buscando maneras de saciar su incontrolable excitación y atacando todo aquel que vea como amenaz. Jos, aunque era el padre de Max, no estaba excluido de eso, si Max decide que él es un intruso, un solo golpe bastará para que Jos vea a San Pedro.

Casi ocurre una vez.

Cuando siente que su propio aroma se vuelve casi nulo —una habilidad que aprendió con los años—, Jos desliza la tarjeta, ya estando en verde, abre la puerta y entra despacio junto con la bolsa de emergencia en la mano. Escucha las sábanas removerse, se deslizan y luego caen al suelo en un ruido seco y pesado, cuando gira la cabeza, en la única cama de la habitación, en medio de esta, está su hijo, gruñendo y golpeando las almohadas para luego esconderse entre ellas al igual que un niño berrinchudo.

Max, en pocas palabras, era un desastre.

Su aroma era bastante fuerte, apestaba a feromonas que erizaban los vellos de la nuca de Jos, estaba rojo por la fiebre del celo y completamente desarreglado. No parecía en nada al joven alfa que él educó para estar siempre presentable.

Se veía enojado, tenso, tenía las manos apretando con bastante fuerza la funda de las almohadas, estaba agitado y también desesperado. No paraba de gruñir y de quejarse al mismo tiempo.

Podría dejarlo solo, era la vía más fácil y segura para su propia integridad, Max no era muy paciente cuando estaba en celo y tenerlo él en su habitación solo podría provocar un aumento significativo de su propia ira mezclada con la excitación. Sin embargo, aún cuando Jos sabe con seguridad que Max no hará nada estando solo y que no se debe preocupar por la incertidumbre que le provoca lo que podría hacer su propio hijo, no se marcha de la habitación.

Permanece allí acomodando las cosas que eran necesarias para el celo precipitado de Max, tarareando una canción vieja de su país natal que ayudaba a Max a conciliar el sueño cuando era un niño.

No puso atención al gruñido amenazador de Max cuando se acercó a medio metro de la cama, ni mucho menos cuando el hedor de su hijo incrementó junto con su molestia, siguió con lo suyo con una gran indiferencia y se sentó en la silla del pequeño comedor en la habitación, verificando que todo sobre la mesa estuviera perfecto.

Había medicamentos, supresores, desodorantes ambientales, perfumes con feromona de omega, parches, un tranquilizantes y entre otras cosas.

Vio a su hijo moverse con torpeza sobre la cama, entre su estado feral y humano, lo miraba con cautela al igual que un animal acechando, esperando cualquier movimiento en falso para atacar.

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