Keiler Al Palathar empezó a atisbar el castillo de Gerhard Arc al mediodía y lanzó un resoplido de resignación. Si hubiera dependido de él, en esos momentos estaría en Vremha, disfrutando de las vistas del Gran Desierto Antiguo y de las altas temperaturas que los demás señores pares evitaban pero que él disfrutaba como un niño con juguetes nuevos. Sin embargo, sus obligaciones le forzaban a apoyar a Gerhard Arc en la lucha de Kámdara contra Vata.
«Menuda estupidez —pensaba mientras su caballo ascendía las colinas que iban hasta el castillo. Por detrás de él avanzaban en línea recta una treintena de tributarios de Vremha—. Kámdara es la capital de Diema y Vata no es más que un pueblucho sin pretensiones. No sé qué pretenden los señores pares de Vata rebelándose contra Kámdara. Hacernos perder el tiempo a los demás, supongo».
El conflicto llevaba arrastrándose ya varios meses, demasiado tiempo para el gusto de Keiler. Sabía que la ayuda de Vremha no resultaba necesaria ni inestimable para que los señores pares de Kámdara aplastaran a los de Vata, pero también era consciente de que en esos casos había que ser inteligente y situarse siempre junto al lado vencedor.
En cuanto llegó a las puertas del castillo tuvo que esperar frente a la poterna a que Gerhard Arc diera la orden de bajar la pasarela. Había varias personas trabajando o deambulando en el patio a esas horas del día y Keiler enseguida detectó sus miradas de admiración y deseo, mezcladas con otras de envidia y despecho. No se le escapaba que su aspecto llamaba la atención por varios motivos: primero, por su impoluta armadura de bronce y la capa blanca que ondeaba a su espalda. Segundo, por su cabello teñido de negro, que siempre llevaba suelto y que se había negado a cortar pese a las costumbres diemenses que obligaban a los hombres a llevar el pelo corto. Y, por último, por sus evidentes rasgos élficos.
La pasarela empezó a descender con un crujido que le heló los huesos. En cuanto pudo, dio orden a su montura y esta se adentró en el castillo despacio, como si dudara de que su presencia fuera a ser bien acogida allí. Gerhard Arc lo recibió en la entrada, les ayudó a él y a sus tributarios a desmontar y ordenó a sus sirvientes que llevaran los caballos a las cuadras.
—Qué visita más imprevista —comentó el señor par, y Keiler lanzó un bufido.
—¿Imprevista? Sabías que iba a venir, Gerhard. No es momento de fingir entre nosotros.
El otro encogió los hombros y le invitó a acompañarle al interior del castillo. Keiler le hizo un gesto a sus tributarios para que esperaran y entró con su anfitrión. Gerhard lo condujo hasta la sala de reuniones por los mismos pasillos que Keiler ya se sabía al dedillo por todas las veces que había estado allí. No eran tantas, pero el elfo tenía muy buena memoria.
Gerhard Arc le sirvió una copa de uno de sus mejores vinos y se preparó otra para él. Le invitó a tomar asiento en uno de los sillones forrados en piel rojo sangre y él se sentó enfrente.
—Espero que me traigas buenas noticias —le dijo en cuanto estuvieron a solas. La sala de reuniones, pese a lo que su nombre parecía indicar, era pequeña. Keiler imaginaba que el señor par la destinaba solo a reuniones privadas.
—Venimos a asistiros contra Vata, por supuesto. No iba a permitir que esos muertos de hambre te robaran territorios.
—¿Y qué sacas tú de ayudarme? —le espetó Gerhard. Keiler fingió un gesto de indignación que el otro recibió con una risotada—. Vamos, Keiler, tú mismo lo has dicho. No es momento de fingir entre nosotros. Te conozco y sé que buscas ganar algo en todo este asunto.
—¿Apoyar a un amigo no es suficiente? —dijo Keiler. Trató de infligir un tono dolido a su voz, pero no le debió de salir bien porque la expresión de incredulidad del de Kámdara no cambió. Dio un sorbo a su copa tras un suspiro—. Está bien. Se me había ocurrido un equitativo reparto de tierras.
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El último Sacrificio (Hijos del Primigenio I)
FantasyEl mundo de Celystra vive asolado por el Primigenio, su dios y creador, pero también su verdugo. Varios pueblos se atrevieron a alzarse contra él en el pasado, y su desfachatez les salió muy cara. Ahora, siglos después, el Primigenio exige que cada...