Prologo

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La cabaña estaba destrozada. A través de las ventanas rotas, la luz de la luna se colaba, iluminando las paredes, donde aún se clavaban flechas, y el suelo, salpicado de sangre seca. Lo que alguna vez fue un refugio cálido, ahora no era más que un cascarón vacío, una sombra de lo que solía ser. La destrucción era reciente; el olor acre de humo y muerte aún impregnaba el aire.

En el centro de la habitación, un hombre estaba sentado en una vieja silla de madera. Su figura se recortaba contra la tenue luz, casi fundiéndose con las sombras que lo rodeaban. En sus manos, un libro, cubierto de polvo, pero con un título visible: La Larga Noche. No era simplemente un libro; era un ancla hacia el pasado, hacia recuerdos que él creía perdidos para siempre. Con cada página que pasaba, sus pensamientos vagaban entre el presente devastado y un tiempo más inocente, un tiempo que parecía pertenecer a otra vida.

Pero la realidad lo arrastró de vuelta. Un crujido en la madera hizo que levantara la vista, sus sentidos se agudizaron al instante. Sabía que el descanso en tiempos de guerra era un lujo peligroso. La cabaña, a pesar de su apariencia, era un lugar demasiado expuesto, demasiado vulnerable.

Una voz joven, que rompió la tensa calma desde el exterior, lo hizo reaccionar:

—¡Hey, John, tenemos que irnos!

El nombre resonó en la cabaña vacía, arrancando al hombre de su introspección. Guardó el libro en su maleta de combate, se levantó con un movimiento fluido, pero algo lo detuvo antes de salir. En  el costado de la habitación, un niño lo miraba fijamente, sus ojos llenos de una mezcla de dolor, odio y miedo. El hombre lo observó en silencio, John reconoció esos ojos, aquellos ojos que había observado tanto en compañeros como en enemigos. 

El hombre conocido como John lo observó en silencio, se agachó lentamente, manteniendo una mano cerca de la funda de su cuchillo. Sabía que en la guerra, incluso los más pequeños podían ser peligrosos. Con la otra mano, sacó un pedazo de pan de su maleta y, con cautela, se lo lanzó al niño. El niño agarró el pan con manos sucias, lo mordió con desconfianza. No era lo que esperaba, pero el hambre venció a la sospecha. John se enderezó y dio un paso hacia la salida, pero la voz del niño lo frenó.

—Detente —dijo el niño, su tono cargado de odio, aunque una chispa de confusión brillaba en sus ojos. El hombre lo observó por un momento antes de continuar su marcha—. ¡DETENTE, por favor! —la última palabra fue casi un ruego, apenas un susurro. John se detuvo, se dio la vuelta, y decidió acercarse.

—¿Qué quieres, niño? —preguntó con voz grave, mientras se agachaba hasta quedar a la altura del niño, sin soltar la empuñadura de su cuchillo.

El niño lo miró directamente a los ojos, y entonces, las lágrimas comenzaron a brotar.

—¿Por qué nos hacen esto? —susurró el niño, su voz quebrada por la tristeza, pero sus ojos permanecieron fijos en los de John.

John suspiró, pesadamente. Las palabras que surgieron de sus labios eran amargas, cargadas de una tristeza resignada:

—Porque los que están allá arriba, los que deciden, no ven más allá de su propia codicia. Juegan con nuestras vidas, como si fuéramos piezas en su tablero. Y nosotros, los que estamos abajo, somos los que pagamos el precio, siempre.

Puso su mano sobre la cabeza del niño, un gesto que intentaba transmitir un consuelo que sabía que no podría ofrecer plenamente.

—Pero yo no he hecho nada —el niño estaba al borde del llanto, su cuerpo temblaba mientras intentaba mantener la compostura. Era un intento de ser fuerte, y algo que John  respetaba profundamente.

—Eso es lo más cruel, chico. No has hecho nada, pero aun así sufres. Sufrimos todos. Así es la vida. 

—Ayúdame, por favor —el niño pidió con una valentía inesperada, pidiendo ayuda a quien, en otras circunstancias, podría haber sido su enemigo.

El hombre lo observó en silencio, viendo algo de sí mismo reflejado en esos ojos llenos de miedo y determinación. Recordó las promesas que se había hecho a sí mismo, promesas de sobrevivir, de seguir adelante, a pesar de todo.

—Le prometí a mi padre que sería fuerte, que sobreviviría, pase lo que pase.

El niño tenía coraje, y el hombre vio en él una chispa que aún ardía, a pesar de todo lo que había pasado. Asintió lentamente, y en un movimiento firme, lo levantó como si fuera un saco de papas. El niño no se resistió. Juntos, salieron de la cabaña mientras la noche caía sobre la tierra, una tierra marcada por la muerte, los heridos y los huérfanos de guerra. Aquel lugar, que alguna vez tuvo otro nombre, ahora era conocido como la Ciudad Caída de ZIPA.

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⏰ Última actualización: Aug 21 ⏰

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