La casa era pequeña, de paredes desgastadas y suelos que crujían con cada paso. A los ojos de una niña de tan solo cinco años, el mundo parecía enorme y a la vez cerrado, limitado por los muros de aquella casa que ocultaba más de lo que mostraba.
La niña, de cabello oscuro y grandes ojos curiosos, solía jugar en un rincón del salón, sus muñecas de trapo dispersas a su alrededor, pero su atención siempre estaba dividida.
Ella tenía dos hermanos mayores, Adela y Abel que solían cuidarla, aunque también eran niños, con solo cuatro años de diferencia. Pasaban las tardes jugando juntos, intentando ignorar los gritos apagados que venían desde la habitación de sus padres. Pero Aurora, aunque pequeña, entendía más de lo que cualquiera pensaba. No sabía qué eran exactamente esas palabras cargadas de enojo y dolor, pero sentía el peso de ellas en el aire. Cuando los gritos se apagaban, el silencio que quedaba era aún más aterrador.
Los golpes nunca los veía, pero el sonido del impacto y el llanto ahogado de su madre le helaban la sangre. Su madre, siempre con una sonrisa triste, le acariciaba el cabello y le decía que todo estaba bien, que no debía preocuparse. Pero los ojos de la niña veían las marcas en su rostro, los moretones que intentaba esconder bajo pañuelos.
En las noches, cuando el silencio era profundo y los ruidos de la calle se desvanecían, la niña se acurrucaba con sus hermanos, abrazando una muñeca como si fuera su único refugio. Sus hermanos le contaban historias, intentando distraerla, pero ella sabía que esas historias no podían alejar el miedo que habitaba en su hogar.
Había días en que su padre llegaba a casa en silencio, pero con una mirada que cortaba el aire. La niña se escondía tras las faldas de su madre, esperando que ese día fuera diferente, que los gritos no se escucharan. Pero rara vez era así. Y aunque su madre trataba de ocultar la realidad, la niña siempre veía más de lo que debía.
A sus seis años, la niña comprendió que la casa que debería ser un refugio era en realidad una cárcel de miedo y dolor. Sin embargo, aún no podía entender por qué las cosas eran así, por qué su madre lloraba en silencio, y por qué su padre, que en otros momentos la tomaba en brazos y le contaba historias, podía transformarse en un monstruo que ella apenas reconocía.
Con el paso del tiempo, la niña aprendía a guardar esos recuerdos en lo más profundo de su corazón, pero nunca los olvidaba. Y aunque en esos momentos no lo sabía, esa infancia sería el primer capítulo de una vida marcada por la lucha, el dolor, pero también por la esperanza y la fuerza de un espíritu que, a pesar de todo, nunca se quebraría.
Había días en los que su madre y sus hermanos se iban al mercado, a la caza de algo que poner en la mesa. No era fácil encontrar comida; a veces volvían con pan y a veces con nada.
Esos días, la niña se quedaba sola en casa con su padre. Ella se quedaba en un rincón, con su muñeca favorita apretada contra el pecho, observando cómo su padre se movía por la casa.
Él siempre le decía que se quedara en su cuarto, que jugara tranquilamente, pero la curiosidad de la niña era más fuerte. Se asomaba por la puerta entreabierta, sus ojos grandes espiando desde las sombras. Su padre solía recibir visitas, mujeres que no eran su madre o sus tías. Llegaban con risas y miradas que la niña no entendía, mujeres que olían a perfume y se vestían con ropas que brillaban bajo la luz tenue de la lámpara del salón.
Su padre la miraba de reojo y le sonreía, pero no era la sonrisa cálida de un padre, sino una sonrisa que parecía contener un secreto.
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Escombros.
Short Story"Una vez oí que la claridad se encuentra en la muerte, pero he aprendido que, en realidad, lo que nunca muere es el pasado. He intentado perdonar, aunque el olvido sigue siendo inalcanzable. De niña, anhelaba un refugio tras haber vivido con el mism...