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La cabaña de Seokjin estaba oculta en el corazón del bosque, un lugar en el que pocos se atrevían a adentrarse. Las sombras danzaban como como la luz tenue del fuego de la chimenea, y la calma parecía casi artificial como si el mundo esperara algo.

Seokjin cerró los ojos, concentrándose en el silencio. Pero, a través de ese silencio, un murmullo constante persistía en su mente. Era un nombre, uno que no podía olvidar. Jungkook. El niño al que había rescatado apenas unos días antes de las garras de los magos oscuros. Seokjin había visto la desesperación en sus ojos, pero también algo más profundo: una esperanza que parecía fuera de lugar en alguien tan joven, alguien que había sido destrozado por la magia oscura.

Se levantó del asiento y caminó hacia la ventana. Afuera, la oscuridad era total, pero un pequeño movimiento llamó su atención. Frunció el ceño. Otra vez.

Caminó hacia la puerta y la abrió con lentitud. Allí, sentado en la hierba fría y húmeda, estaba Jungkook. El niño estaba abrazando sus rodillas, temblando por el frío de la noche, pero sus ojos no estaban cerrados. Estaban fijos en el horizonte, observando, esperando.

Seokjin suspiró y salió de la cabaña, sus pasos firmes pero silenciosos. Se detuvo a pocos metros del niño, sus ojos recorriendo la pequeña figura, delgada y frágil, con un aire de abandono que le resultaba demasiado familiar.

—Jungkook —llamó Seokjin, su voz suave pero llena de autoridad—. No hay nadie que venga por ti.

El niño no respondió de inmediato. Apenas pestañeó al escuchar la voz de Seokjin, como si no quisiera romper el hechizo que él mismo había creado. Seokjin se acercó un poco más, arrodillándose frente a él.

—No pueden encontrarte aquí —continuó—. Y si pudieran, no lo harían. Sabes eso, ¿verdad?

El mayor vio el destello de algo en esos ojos, algo que reconocía porque lo había visto muchas veces antes en los niños que había tomado bajo su protección. Era la esperanza irracional, esa chispa que los mantenía creyendo que tal vez, solo tal vez, sus padres, o sus familias, aparecerían para llevarlos de vuelta.

—Alguien vendrá —susurró Jungkook, su voz pequeña y rota—. Alguien me buscará.

Seokjin sintió una punzada en su pecho. Sabía que este era el momento más cruel en la vida de un niño como Jungkook: el momento en el que se daban cuenta de que no eran necesarios para nadie. Esa esperanza inútil era lo último que los mantenía aferrados a una vida que ya no existía.

—Nadie vendrá —repitió, con una calma que parecía casi insensible—. Eres como todos los demás que he traído aquí. Un niño que el mundo ha decidido abandonar. Eso es lo que eres ahora, Jungkook. Eso es lo que siempre has sido para ellos.

Jungkook bajó la cabeza, sus pequeños hombros temblando ligeramente. Seokjin sabía que era cruel, pero era necesario. No había lugar para ilusiones en este mundo. Si Jungkook iba a sobrevivir, si iba a ser lo suficientemente fuerte para enfrentar a los que le hicieron esto, debía entenderlo de una vez por todas.

—Yo te traje aquí porque nadie más lo haría —continuó Seokjin—. Porque tú, como los demás, no le importas a nadie.

El silencio que siguió fue doloroso, pero Seokjin sabía que había cumplido su deber. Dio un paso atrás, observando cómo Jungkook se encogía más sobre sí mismo, sus dedos aferrándose a la tierra fría como si eso pudiera darle algún consuelo.

—Cuando estés listo para aceptarlo —dijo Seokjin antes de girarse para regresar a la cabaña—, estaré dentro.

Jungkook no respondió, pero Seokjin sabía que esas palabras habían llegado a su corazón. El viento sopló de nuevo cuando Seokjin cerró la puerta tras él, el aire frío llenando el pequeño espacio. Se acercó al fuego, permitiendo que el calor lo envolviera.

Mientras miraba las llamas bailar en la chimenea, recordó a otros niños que había traído aquí antes. Niños con miradas vacías, corazones rotos. Todos habían llegado a él de la misma manera: sin esperanza, sin familia, sin futuro. Y él había hecho lo que siempre hacía: enseñarles que, en este mundo, sólo sobrevivían los que podían dejar atrás todo lo que alguna vez amaron.

Todos habían pasado por el mismo proceso. Primero la negación, luego la desesperación y, finalmente, la aceptación de que el único futuro que les quedaba era el que Seokjin les ofrecía.

La cabaña siempre había sido un refugio para los desdichados. Niños que la guerra entre los magos y los hechiceros oscuros había dejado en el abandono. Algunos estaban demasiado rotos para ser salvados, sus almas destruidas por la crueldad del mundo. Otros, como Jungkook, aún tenían una chispa de algo más, algo que Seokjin sabía cómo moldear.

Se escuchó el crujido de la puerta abriéndose. No se volvió, pero escuchó los pasos lentos y suaves de Jungkook acercándose. El niño se detuvo junto al fuego, sus ojos todavía llenos de la tristeza que Seokjin sabía que tardaría años en disiparse, si es que lo hacía alguna vez.

—Quiero quedarme —murmuró Jungkook, su voz apenas un eco de su voluntad rota—. Quiero olvidar... Y quiero aprender a ser fuerte —agregó, con un hilo de voz cargado de una súplica desesperada—. Como tú.

Seokjin asintió, permitiendo que una pequeña sonrisa, triste y sabia, cruzara su rostro.

—Entonces empecemos —respondió, con la voz llena de una promesa que sabía que cumpliría.

Porque, en ese mundo oscuro, los únicos que importaban eran aquellos que Seokjin decidía proteger. Los que él entrenaba. Los que él convertía en armas contra la oscuridad.

Y Jungkook, ese pequeño niño perdido, pronto aprendería que no necesitaba a nadie más. Porque él se convertiría en lo que siempre había temido.

En un cazador de sombras.

Entre sombras y sueños. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora