Capítulo 15 (primera parte)

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Shaleen se asomó a la borda y observó el océano. Una mezcla de fascinación y vértigo se instaló en su estómago y le pellizcó los intestinos. Aunque Eseneth se aseguraba de mantener el barco en todo momento cerca de la costa, si miraba por el lado derecho del navío (lo que el reencarnado había llamado estribor) podía contemplar la inmensidad del mar; era tan grande, tan inmenso, que parecía no tener fin. Sabía que se extendía cientos y cientos de kilómetros hasta que daba la vuelta y se encontraba con las costas del lado opuesto del continente.

Yanis se situó a su lado y la fascinación hacia el océano fue sustituida por la fascinación hacia el joven. Lo miró con una sonrisa y, cuando él se la devolvió, sintió que le temblaban las piernas.

—¿Cómo estás? —Le rozó con las yemas de los dedos el corte de la mejilla con tanta suavidad que apenas percibió su contacto—. ¿Te duele?

Ella sacudió la cabeza. Se estremeció debajo de la capa de algodón.

—Hace frío —observó él—. ¿Estás bien aquí fuera?

—Es que no puedo dejar de mirar el océano. —Shaleen se giró y volvió a enfrentarse a la inmensidad del mar—. Es tan grande... Tan magnífico... ¿Alguna vez lo habías visto?

—Hace tiempo...

El joven deslizó la mirada por las olas que besaban la madera del barco y titubeó. Shaleen detectó un miedo que nunca le había visto dibujado en sus ojos.

«Tal vez ya ha hecho alguna vez ese viaje entre Adara y Anael y sufrió el ataque de un monstruo marino. Hay tantas cosas de él que aún no sé...»

Se sorprendió pensando que quería saberlo todo de él. Sus inquietudes, sus deseos, sus miedos... Dónde había aprendido todo lo que sabía sobre la historia de Celystra, qué sueños tenía cuando era niño, qué cosas le gustaban y qué otras detestaba, si prefería el calor o el frío, el día o la noche...

Qué era esa enfermedad que le aquejaba y le provocaba fiebre, dolores de cabeza y, al parecer, pánico.

Quiso abrazarlo, acunarlo entre sus brazos, protegerlo. Le apretó una mano y él la miró. En sus ojos verdes vio desfilar las ganas de besarla, las mismas que ella sentía, y tuvo que detenerlo en cuanto vio que Lanson e Ivy se aproximaban a ellos. Le hizo un gesto a Yanis con la cabeza y el joven puso los ojos en blanco.

—Este alto aristócrata siempre aparece cuando más molesta.

—¿Estás hablando de mí a mis espaldas? —gruñó Lanson, aunque no había malestar en su voz. Veda pasó correteando y dando gritos.

—¡Delfines! ¡He visto delfines!

Ivy se asomó a la borda junto a Shaleen y clavó la vista en algún punto más allá del mar.

—Falta tan poco para llegar...

—¿Cómo es Adara? —le preguntó Shaleen con curiosidad.

—Es una isla preciosa —contestó la elfa con una sonrisa que destilaba cierta añoranza—. Grande y verde. Está repleta de bosque.

La joven reconoció un matiz de temor en sus palabras, un poso de incertidumbre que siempre la acompañaba cuando hablaba de la isla de los elfos. Shaleen conocía el motivo.

—¿Estarás bien allí?

Ivy se estremeció bajo su capa de algodón.

—No me importa estar en Adara. Es mi hogar. Es el futuro allí lo que me asusta. Cuando estaba en Nandora y recibía una carta de la reina, siempre temía que fuera esa carta. La carta en la que me ordenaba regresar para cumplir lo pactado.

El último Sacrificio (Hijos del Primigenio I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora