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La timidez no era el rasgo más característico de Rebecca. Su mayor cualidad, la que la definía como persona, era la compasión, algo que no había heredado de sus padres. Su padre, aunque era un hombre decente, tenía tendencia a ser rígido e inflexible. Su madre, ya fallecida, no había mostrado compasión hacia nadie en toda su vida, ni siquiera hacia su única hija.

Richard Armstrong era hombre de pocas palabras, pero bastante popular y, en general, apreciado por sus vecinos. Era conserje en la Universidad de Susquehanna y jefe de bomberos de Selinsgrove, Pensilvania. Dado que el departamento de bomberos estaba formado integramente por voluntarios, Richard y el resto de sus compañeros estaban de guardia permanente. Se sentía orgulloso de su responsabilidad y le dedicaba mucho tiempo y energía, lo que implicaba que no paraba mucho en casa, ni siquiera cuando no había ninguna emergencia. La noche del primer seminario de Rebecca, la llamó por teléfono desde el parque de bomberos, contento al ver que por fin respondía al móvil.

¿Cómo van las cosas, Becky? —le preguntó.Su voz, poco dada a
sentimentalismos, la confortó igualmente, como si fuera una manta.
Rebecca suspiró.
-Bien. El primer día ha sido... interesante, pero bien.
¿Cómo te tratan esos canadienses?
-Muy bien, son muy amables. «Son los americanos los que son unos desgraciados. Bueno, un americano para ser más exactos» .

Richard se aclaró la garganta un par de veces y Rebecca contuvo el aliento. Gracias a sus años de experiencia, sabía que su padre se estaba preparando para decir algo serio. Se preguntó qué habría pasado.
-Cariño, Grace Chankimha ha muerto hoy.
Rebecca se incorporó en la cama y se quedó mirando el vacío.
¿Me has oído?
Sí, sí, te he oído.
-El cáncer volvió con fuerza. Todos pensaban que estaba bien, pero la enfermedad volvió sin avisar y, cuando se dieron cuenta, y a se le había extendido a los huesos y al hígado. Tom y los chicos están muy afectados.
Becky se mordió el labio inferior y ahogó un sollozo.
Sabía que le dolería. Era como una madre para ti, y Rachel y tú siempre fuisteis tan buenas amigas... ¿Te ha dicho algo?

No... no me ha llamado. ¿Por qué no me dijo nada?

No sé cuándo se enteró la familia de que había vuelto a recaer. He pasado por su casa hace un rato y Freen ni siquiera había llegado. Estaban enfadados con ella. No sé cómo la recibirán cuando llegue. Hay mucho rencor en esa familia
-añadió su padre, renegando en voz baja.

—¿Vas a mandar flores?
-Sí, supongo. No se me dan bien estas cosas, pero puedo pedirle a Deb que me ayude .

Deb Lundy era su novia. Rebecca puso los ojos en blanco al oir su nombre, pero se guardó su opinión.

Dile que envie alguna cosa de mi parte, por favor. A Grace le encantaban las gardenias. Y pidele que firme la nota en mi nombre.
-Descuida, lo haré. ¿Necesitas algo?
-No, estoy bien.
-¿Dinero?
-No, papá. Con la beca me basta si voy con cuidado.

Richard guardó silencio. Antes de que volviera a hablar, Rebecca ya sabía qué iba a decir.
Siento lo de Harvard. Tal vez el año que viene...
Rebecca enderezó la espalda y se obligó a sonreír, aunque su padre no pudiera verla.
-Tal vez. Hasta pronto, papá.
Adiós, cariño.

A la mañana siguiente, Rebecca se dirigió a la universidad un poco más despacio que el día anterior. El iPod la aislaba del exterior y en su cabeza iba redactando un correo electrónico de pésame y de disculpas para su amiga Rachel, escribiéndolo y corrigiéndolo mentalmente mientras caminaba.
La brisa de setiembre era cálida en Toronto. A Becky eso le gustaba. Le gustaba estar tan cerca del lago. Le gustaba la luz del sol y la amabilidad de la gente. Le gustaba estar en Toronto en vez de en Selinsgrove o Filadelfia. Y, sobre todo, le gustaba la sensación de estar a cientos de kilómetros de distancia de él. Sólo esperaba seguir así mucho tiempo.
Cuando entró en el Departamento de Estudios Italianos para ver si había recibido alguna carta, seguía redactando en su mente el correo para Rachel.
Alguien le dio un golpecito en el codo y entró en su campo de visión y se quitó los auriculares.

Gemini..., hola.
Él sonrió desde las alturas. Rebecca era menuda, sobre todo cuando llevaba zapatillas deportivas, y apenas le llegaba al pecho.

—¿Qué tal fue la reunión con Sarocha? —le preguntó el joven, cambiando la sonrisa por una mirada de preocupación.
Ella se mordió el labio inferior, una costumbre de cuando estaba nerviosa.
Debería dejar de hacerlo, pero no podía, básicamente porque no era consciente.
Ah..., al final no fui.
Gemini cerró los ojos y negó con la cabeza.
-Eso no es bueno.
Rebecca trató de justificarse.
La puerta de su despacho estaba cerrada. Creo que estaba hablando por teléfono... No estoy segura. Le dejé una nota.

Gemini vio que sus delicadas cejas se unían con preocupación. Le dio lástima y maldijo a La Profesora por ser tan cáustica. Rebecca aparentaba ser una persona frágil a la que era fácil lastimar y Sarocha no parecía darse cuenta del efecto que causaba en sus alumnos, así que decidió ayudarla.

-Si estaba hablando por teléfono, hiciste bien en no interrumpirlo.
Esperemos que así fuera. Si no, diría que te has metido en un lío. —Enderezó la espalda y cruzó los brazos. Si la cosa va a peor, avísame y veré qué puedo hacer. A mí no me importa que me grite, pero no quiero que te grite a ti.
« Porque, a juzgar por tu aspecto, te morirías del susto, conejito asustado» .
Le pareció que Rebecca iba a decir algo, pero finalmente guardó silencio. Con una débil sonrisa, la joven asintió y se dirigió a los casilleros en busca del correo.

Casi todo era propaganda. Había algunos comunicados internos del departamento, entre ellos, uno de una conferencia pública de la profesora Freen.
O. Sarocha titulada « La lujuria en el Infierno de Dante: el pecado capital contra el Yo» .

Rebecca leyó el título varias veces antes de ser capaz de asimilarlo. Luego empezó a canturrear en voz baja.
Lo siguió haciendo mientras leía una segunda circular que avisaba de que la conferencia de la profesora Sarocha había sido aplazada. Y no dejó su canturreo al ver una tercera nota, en la que se avisaba de que todos los seminarios, citas y reuniones de la profesora Sarocha quedaban cancelados hasta nuevo aviso.
Finalmente, alargó la mano para alcanzar una nota doblada que estaba al final del casillero. La desdobló y leyó:

Lo siento.
Rebecca Armstrong

Sin dejar de canturrear, se preguntó por qué la profesora le habría devuelto la nota que le dejó en la puerta del despacho. Pero su canturreo se detuvo en seco, al igual que su corazón, al darle la vuelta al papel y ver lo siguiente:

Sarocha es un asno.

El Infierno de FreenWhere stories live. Discover now