El sol apenas asomaba sobre las colinas cuando Sofía salió de casa, envuelta en el manto de la mañana. Caminó hacia el bosque cercano, donde los árboles se alzaban altos y protectores, y el aire olía a tierra húmeda y libertad. En sus manos, sostenía una pequeña caja de madera, tallada con cuidado, como si dentro guardara algo más valioso que cualquier tesoro.
Cada paso la alejaba de la vida que había conocido, una vida de silencios forzados y miradas esquivas. Durante años, había soportado las heridas invisibles que se acumulaban como cicatrices en su alma, pero aquella mañana todo cambió. No había sido una decisión precipitada, sino el resultado de noches de insomnio, de lágrimas derramadas en la oscuridad, de un deseo inquebrantable de redescubrir quién era realmente.
Al llegar a un claro en el bosque, Sofía se detuvo. El viento soplaba suave, acariciando su piel como un susurro alentador. Con manos temblorosas, abrió la caja y dejó caer su contenido al suelo. Un puñado de pequeñas piedras blancas, cada una grabada con una palabra: "miedo", "vergüenza", "culpa", "soledad". Había cargado con ellas durante demasiado tiempo, permitiendo que le robaran la vida.
Sin embargo, hoy era diferente. Con un gesto decidido, Sofía esparció las piedras por el suelo, viéndolas desaparecer entre la hierba. No eran más que recuerdos ahora, fantasmas de un pasado que ya no le pertenecía. En su lugar, plantó una flor, un símbolo de renacimiento, de esperanza.
Se quedó allí, en silencio, sintiendo cómo algo nuevo florecía dentro de ella. El peso en su pecho se desvaneció, sustituido por una ligereza que no recordaba haber sentido jamás. Supo, en ese instante, que había comenzado su camino hacia la libertad, hacia una vida sin cadenas.
Cuando finalmente se giró para regresar, el sol estaba completamente fuera, bañando el mundo en luz dorada. Sofía sonrió, dejando atrás aquel claro, sabiendo que nunca más volvería a ser la misma.
