El Fujiyama en rojo.

7 1 1
                                    

Habían pasado las diez de la mañana del cinco de agosto, cuando las sirenas de todo el distrito comenzaron a sonar. Riotaro se sorprendió, y las voces de alarma que salían por los altoparlantes terminaron de separar su vista del monitor que había estado observando toda la mañana. Seguía sentado, mirando a su alrededor, como un niño que se pregunta qué está pasando.
—¡Miren! —exclamó Naomi, desde su puesto en el rincón de la oficina.
Riotaro, como movido por el sonido, miró a su compañera al instante. Su cara, anormalmente pálida, demostraba un terror que no había sentido nunca, y sus ojos atónitos reflejaban el pánico de un alma que se enfrenta a la desesperación. Aquella expresión no auguraba nada bueno, y Riotaro lo supo en el instante que miró esos ojos perdidos en la lejanía. Rápidamente se volteó sobre sí mismo; del otro lado de la ventana, el enorme monte Fujiyama soltaba una lengua de humo rojizo desde la cima.
—¡Debemos salir del pueblo! —gritó un compañero que Riotaro no logró identificar, puesto que aquella voz quebrada y temblorosa le parecía irreconocible.
Los hombres comenzaron a desalojar la oficina rápidamente, apurando a las mujeres para que les siguieran el paso. Riotaro se unió a la multitud, como maquinalmente, víctima de un reflejo que no había logrado identificar. Por un momento pensó en Naomi, la chica del fondo; pero cuando se dio vuelta comprobó que ya no se encontraba en su puesto. Había corrido, pero, ¿hacia dónde había ido?
Un empujón lo despertó de la preocupación por su compañera, y lo volvió a la realidad de que debía preocuparse por sí mismo. Bajaron por las escaleras y, cuando Riotaro miró en el espejo que adornaba el recibidor del primer piso, volvió a contemplar el rostro de Naomi. Sin embargo, cuando volvió en sí mismo, se dio cuenta de que aquel rostro, lleno de terror, no era el de la chica, sino el suyo.
Salieron a la calle, y comenzaron a correr hacia el lado opuesto del Fujiyama. Una ambulancia, con la bocina de emergencia activada, pasó a toda prisa cerca de él, ignorando un semáforo en rojo. Un anciano miraba el monte con los ojos muy cerrados, parecía resignado a su destino; se sentó en una banca pública y se quedó ahí, esperando a que la guadaña de la muerte llegara por él. Riotaro lo observó hasta que se le perdió de vista, la multitud de la gente corría alrededor del viejo, ignorándolo por completo.
La policía y los carros de emergencia señalaban la ruta para escapar, y la multitud, ante las detonaciones del monte, había abandonado la quietud de una salida tranquila; lentamente, comenzaron a apurar el paso, y terminaron corriendo formando un caos en la salida de la ciudad.
La gente corría aterrada, llevando maletas o cargando a sus bebés, mientras que, a sus espaldas, los sonidos de las explosiones seguían sucediéndose, uno tras otro.
—¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? —gritaba una voz entre la multitud.
Riotaro tuvo que hacer un gran esfuerzo para darse cuenta de que, aquella voz que gritaba, era la suya. Se abrió paso entre la gente que huía en estampida, hasta llegar al borde de la calle y se apoyó en el barandal. Una enorme lengua de fuego se alzaba por detrás del monte, y parecía que el flanco izquierdo de este estaba a punto de derrumbarse, un estallido tremendo se escuchó en el aire y el suelo comenzaba a temblar.
Riotaro se quitó el sombrero, aterrado ante la visión que estaba contemplando: las enormes llamaradas salían disparadas hacia el cielo, a varios cientos de metros, kilómetros quizá, de altura. La nieve, ancestralmente depositada sobre el monte, comenzaba a derretirse y evaporarse a una velocidad pasmosa. Pocos minutos pasaron antes de que el monte, antes símbolo de belleza y paz, se transformase en sólo una roca sin vida, parecida a los montes del infierno.
—¡El Fujiyama entró en erupción! —gritó— ¡Que terrible!
—No es eso, es algo peor… —le contestó una mujer que cargaba un bebé en su espalda, y sostenía una niña de la mano. Riotaro ni siquiera la había visto y la miró pasmado. Ella notó su confusión y dijo: —¿Es que no lo sabías? ¡Hubo una explosión en la planta atómica del otro lado del monte!
Un hombre de traje de detuvo junto a ellos. —Los seis reactores nucleares están explotando, uno tras otro —señaló, con una cara de horror y angustia, mientras se quitaba los lentes para limpiarlos con un pañuelo.
Las explosiones seguían ocurriendo, con estruendos cada vez más fuertes, y fogonazos cada vez más altos y tremendos. La temperatura comenzaba a aumentar; ahora el monte entero pareció cubrirse de rojo, con algunas rocas amarillo brillante. Parecía que el volcán completo estaba al rojo vivo. Parte de la ladera derecha colapsó, derrumbándose sobre sí misma como un monte de cartas mal armado.
La gente, al ver tamaño espectáculo de horror, montó en pánico y comenzó a huir desesperadamente. La mujer con el bebé y la niña fue una de las que empezó a correr.
—¡De nada servirá! —le gritó el hombre de traje y gafas—. ¡Japón es tan pequeño que no hay escape!
— ¡Todos lo sabemos! —replicó la mujer, mientras se echaba a la niña a los brazos para cargarla en su huida precipitada—. No hay salida. Pero de todas formas debemos intentarlo; no hay otro camino.
Una tremenda luz roja salió de detrás del monte, y cubrió todo a su alrededor, el monte escupió fuego y parecía que estaba a punto de derretirse, formando un espectáculo dantesco. Las personas, aterradas, se atropellaban unas a otras en su intento de escape, y Riotaro y el hombre de traje, también se les unieron en su carrera…
Los estallidos continuaron, y el monte completo comenzó a irse a bajo, dejando un enorme hueco vacío donde antes había estado el gran Fujiyama.

Riotaro corrió con todas sus fuerzas, el estruendo aterrador de los reactores nucleares le llenaba los oídos, y la luz roja hacía que los ojos se le empañaran; al poco tiempo, se dio cuenta de que eso se debía a que estaba llorando, pero no le prestó atención a su llanto. Siguió corriendo hasta que una nube pareció cubrir todo el ambiente por completo. No sabía a dónde iba, sólo sabía que mientras corriera al lado opuesto de las explosiones, tendría una oportunidad.
Cuando la niebla roja se disipó se encontró al borde de un risco, los objetos que las personas habían cargado habían sido abandonados, y ahora permanecían arrojados en el suelo, inertes y sin valor. Maletas, bolsos, una bicicleta, algunos peluches y un coche para bebé, yacían abandonados.
Riotaro caminó hacia el borde del precipicio, y se encontró a la mujer, que estaba de rodillas, abrazando a sus hijas, y al hombre de traje, que estaba mirando el mar con aspecto sombrío.
—¡Este es el fin! —exclamó la mujer.
—Pero… ¿Qué pasó? —preguntó Riotaro—. ¿A dónde fue toda esa gente? ¿A dónde huyeron?
—Al fondo del mar —señaló el hombre de traje.
Riotaro corrió hacia el hombre, se paró junto a él y miró al fondo del precipicio: abajo, miles de cadáveres yacían en las rocas, algunos flotaban entre las olas del mar y, de seguro, otros cientos de miles, millones quizá, se habían ahogado y reposaban en lo profundo del océano.
—Los delfines… —indicó el hombre del traje, apartando la mirada de aquella representación del infierno—. Hasta ellos se van.
—Ellos tienen suerte, pueden irse nadando —intervino la mujer.
—No servirá de nada, la radiación los alcanzará de todas formas —refutó el hombre. Luego se apartó y miró hacia el cielo—. Las nubes… —observó, se quitó los lentes y los comenzó a limpiar con un pañuelo—: la roja, es plutonio 239, un décimo de millón de gramo puede causar cáncer; la amarilla es estroncio 90, es capaz de entrar por los poros de la piel y causar leucemia —la mujer se levantó, y corrió con sus hijas detrás de Riotaro—; la violeta es celsio 137, afecta la reproducción, causa mutaciones en el feto y se engendran monstruosidades.
»La estupidez humana es increíble —reflexionó—: la radioactividad era invisible y, porque era demasiado peligrosa, le pusieron colores; pero eso, en situaciones como estas, sólo sirve para que sepas cual de ellas fue la que te mató. Es la tarjeta de presentación de la muerte.
El hombre hizo una reverencia formal. —Adiós —dijo. Volvió a hacer el gesto típico con el que limpiaba sus lentes, pero luego los arrojó al suelo, como si ya no importaran, y comenzó a caminar hacia el precipicio con decisión.
—¡Espere! —le gritó Riotaro, tomándolo por el brazo. Había adivinado su intención—. La radiación no mata enseguida.
—¿Y qué? —replicó el hombre—. La muerte lenta es peor, no voy a morir despacio.
— ¡Los adultos podemos morir! Ya hemos vivido lo suficiente… —intervino la mujer, para luego comenzar a abrazar a sus hijos—. Pero los niños ni siquiera vivieron… ¡No es justo!
—Esperar la muerte no es vida —replicó el hombre de traje.
La mujer se levantó, esta vez parecía furiosa. —¡Nos dijeron que las plantas nucleares eran seguras! Que el peligro son los errores humanos, no la planta en sí misma. No habrá accidentes, no hay peligro. Eso fue lo que nos dijeron —reprochó— ¡Que mentirosos! Juro que si no los cuelgan por esto, los mataré con mis propias manos.
—No te preocupes; la radioactividad los va a matar —aseguró el hombre. Pero luego pareció cambiar de actitud repentinamente; parecía ensimismado, como atormentado por algo que le quemaba por dentro—. ¡Lo siento mucho! —suplicó llorando—. Yo soy uno de aquellos que merecen la muerte.
Una luz intensa, amarilla y muy potente, iluminó todo el ambiente; luego el suelo tembló, y un nuevo estruendo se escuchó a lo lejos. Todo se cubrió por una humareda gigante, de color rojo, a lo lejos. Riotaro intentó encontrar el monte entre toda la malgama de explosiones, contaminación y polvo, pero sus ojos no le dejaban traspasar la gruesa capa de niebla rojiza, como si lo que estuviera detrás de aquella cortina del hades fuera demasiado terrible para ser contemplado. Un viento caluroso y seco se levantó, y comenzó a darle en el rostro, secando su boca y dejándola con un sabor amargo.
El grito horrorizado de la mujer lo despertó de su intento de ver más allá. Se dio vuelta rápidamente, y la contempló mirando al abismo; el hombre del traje ya no estaba; se había lanzado al mar. La mujer cayó de rodillas, Riotaro corrió hacia el borde y miró hacia el mar, pero sólo vio las olas chocando violentamente contra la costa.
La mujer volvió a gritar, esta vez con un grito de pánico que le hizo sonar casi irreconocible. Riotaroro se volteó, la nube de humo rojo se había acercado demasiado, ahora ya la tenían encima. Se apresuró a correr cerca de la mujer y la puso a sus espaldas, como si pudiera servir de escudo humano, o algo así. Se sacó un pañuelo y se lo puso a la bebé en la boca, para que no respirase la contaminación. Se quitó la chaqueta, y la agitó desesperadamente de lado a lado, intentando echar el humo lejos de la mujer y de sus hijas. El humo rojizo cubrió todo el ambiente, un sabor metálico se le calaba en la lengua, y los ojos nuevamente comenzaron a empañársele. Riotaro se preguntó si estaba llorando, o si era algo más; luego, todo se volvió oscuro…

Fin.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Sep 04 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

El Fujiyama en rojo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora