Mi Compañero Imaginario

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Yo fui un niño muy normal.

Aunque siempre fui algo introvertido y tímido, pero todo a un nivel saludable, creo yo. Se podría decir que fui normal dentro de un rango aceptable para un niño de esa época... o por lo menos eso es lo que quiero creer.

Un niño bastante promedio, al fin de cuentas.

Se podría decir, también, que desde pequeño he tenido un carácter independiente, autónomo, rayando quizás en el extremo de parecerle a los demás un tanto solitario. Pero por supuesto que, estando habitualmente rodeado por una familia numerosa, con hermanas y hermanos, y viviendo en un barrio populoso lleno de niños de mi edad, eran raras las ocasiones en las que me encontraba completamente solo.

Aun así, me las arreglé para tener lo que podría conocerse como un amigo imaginario.

Y digo así, «amigo» en un término general, muy holgado, pues es la manera común de llamar a estas curiosidades de la conducta infantil. Sin embargo, al mío yo no podría haberlo llamado así. Nuestra relación era un poco más distante que la de un amigo. Era más bien un compañero.

Nunca supe su nombre. Él nunca me lo dijo y yo tampoco le puse uno. De hecho, nunca lo oí hacer sonido alguno. Era muy probable que no tuviera un nombre, o que no se refiriera a sí mismo con algo como una palabra, ruido, figura o símbolo dado el extraño tipo de criatura que era.

Tampoco podría explicar exactamente qué apariencia tenía en este mundo, pues no se manifestaba de una manera... digámoslo material. Yo lo veía como la silueta de un niño con una melena crespa, aunque no era bidimensional y tampoco se proyectaba sobre las paredes como una sombra. De hecho, su presencia no producía sombra alguna. El lugar que ocupaba su cuerpo era un vacío en el aire. Era como un hueco en el espacio que no llevaba a ninguna parte. Pero no era agujero oscuro, lúgubre e insondable, era más bien traslúcido y todo lo que estaba detrás de él se veía distorsionado.

Yo jamás intenté tocarlo.

Obviamente, y dado que no hablaba, no venía conmigo de visita con intenciones de conversar, o de jugar, ni siquiera para hacerme compañía. Él aparecía de repente en curiosas situaciones y por lo general en un estado de ánimo muy alterado.

Le asustaban cosas comunes: la lluvia, los ladridos de los perros, las personas desconocidas que pasaban por la casa hablando. Cosas así, normales, cotidianas y totalmente inofensivas. O por lo menos así parecían desde mi punto de vista humano.

No sé cómo estando yo tan pequeñito y siendo tan asustadizo sacaba ánimos y valor suficientes no solo como para soportar su inquietante presencia, sino también para comportarme de una manera protectora con él.

Pero de alguna manera yo lo hacía.

Yo le hablaba con calma, explicándole las cosas con ternura y paciencia para tranquilizarlo, como si se tratara de un niño aún más pequeño que yo, como un hermanito menor. Y cuando parecía que ya estaba tranquilo, sencillamente desaparecía, desvaneciendo su pequeña vacuidad del aire y regresándole a la luz su tradicional forma y espacio sin distorsión.

Pero las cosas eran muy diferentes cuando yo dormía.

Cuando era niño, yo padecía de terribles pesadillas. Horrorosas visiones oscuras llenas de peligro, incertidumbre y miedo, de soledad y desesperación, de dolor y muerte. Mis noches eran eternos calvarios en los que me pasaba vidas enteras padeciendo en un sinfín de infiernos, todos diferentes, todos alucinantes, y todos aterradores.

Como cualquier niño normal, quiero creer; necesito creer.

Pero cuando llegó este compañero imaginario a mi vida, algo pasó. La dinámica de mis sueños cambió... para bien, por suerte.

Y no es que él no me diera recelo dentro de mis sueños, pues en esta dimensión su cuerpo sí tenía masa y apariencia. Probablemente porque él mismo estaba hecho con la materia de la que se forman las pesadillas.

Ya no se veía más como una silueta hueca y traslúcida. Su cuerpo era como una maraña de sombras y rasgos difusos, deformes y fuera de lugar. Como un revoltijo de recortes de fotografías antiguas. Su rostro congelado en una permanente mueca de terror. Con los ojos inyectados y desorbitados, la boca retorcida y un gran agujero negro en lugar de nariz. Con la crespa melena enredada como una estopa vieja y sucia.

Su comportamiento tampoco era de lo más tranquilizador.

Como era su costumbre, llegaba corriendo muy alterado, asustado hasta el borde de la demencia. Agitando sus brazos espasmódicamente en el aire, y sacudiendo descontroladamente la cabeza, dando la impresión de que se le podía desprender en cualquier momento.

Y nunca aparecía frente a mí para poder verlo directamente, algo que me inquietaba aún más. Se mantenía siempre al borde de mi visión, o escondido tras un objeto, o completamente detrás de mí, como si evitara ser visto directamente, pero de alguna manera yo sabía que se trataba de él.

En sus primeras apariciones en mis sueños llegué a pensar que él era un monstruo más de mis terrores nocturnos, y yo le rehuía como a todos los demás demonios atormentadores que me perseguían sin descanso. Pero al poco tiempo entendí lo que trataba de decirme. Me tomó un poco de valor, pero valió la pena. Así aprendí que su presencia en el plano del ensueño tenía el propósito de alertarme cuando algo malo estaba a punto de suceder. Era una señal de que en mi tierna mente soñadora se estaba gestando una terrible pesadilla.

Así, con sus señas nerviosas y aspavientos convulsos, me advertía que el peligro era inminente y que debíamos de escapar. Y huíamos a través del sueño cada vez más oscuro y aterrador, esquivando miradas siniestras y garras afiladas. Atravesando pasillos retorcidos y bosques en tinieblas, edificios abandonados y castillos malditos, casas embrujadas y tétricos cementerios.

Al final invariablemente terminábamos acorralados, atrapados sin salida aparente. A merced de nuestro persecutor, sin podernos defender.... Pero, también invariablemente, descubríamos que sí existía una salida milagrosa, y que mi compañero imaginario era quien la podía proveer.

Antes de ser alcanzados por la amenaza, en el último momento posible, él se abalanzaba sobre mí para abrazarme. Pero este no era un abrazo reconfortante y protector. No, esa no era su función. Lejos de tranquilizarme, su tacto me causaba vértigo. El abrazo me mareaba violentamente y me lanzaba por una vertiginosa espiral hasta que yo caía pesadamente en mi cuerpo y me despertaba en mi cama. A salvo, aunque comprensiblemente alterado y desorientado.

En el mundo de los sueños, él era mi llave maestra, o mejor dicho mi salida de emergencia.

El tiempo pasó y mientras yo iba convirtiéndome en un adolescente, él permanecía igual. Nunca creció, nunca cambió, seguía siendo la misma silueta de siempre. Tanto en mi estado de vigilia como en mis sueños, donde yo también crecí.

Porque yo poco a poco fui tomando el control del plano de la ensoñación. Pronto, las apariciones de mi compañero imaginario se convirtieron en detonantes de divertidas y emocionantes persecuciones donde nos escondíamos de nuestros enemigos en laberintos y mansiones con pasadizos secretos. Luego se invirtieron los papeles y nos divertíamos cazando y torturando a aquellos que intentaban perturbar la tranquilidad de mis sueños.

Después, cuando él aparecía, solo era un indicio de que debía cambiar la temática de mi mundo imaginario o replantear el escenario y los personajes, reduciendo el efecto de la pesadilla a solo una interrupción de poca importancia.

Al final, un día dejó de aparecer. Jamás lo volví a ver, ni en el mundo real ni en el mundo de los sueños. Quizás la parte de mi mente que lo creaba entendió que ya no lo necesitaba.

O tal vez se fue a rescatar a otro niño en peligro de su propia imaginación.

Datos del autor

Israel G. es miembro de la Logia Internacional de Maestros Onironautas y escritor de La CiberGaceta por más de 10 años. En la actualidad se encuentra en estudios desarrollando la teoría de "El plano Onírico Universal", con la cual pretende desplegar un proyecto a nivel global para erradicar trastornos del sueño de manera integral y gratuita, porque soñar no debe costar nada.

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