Capítulo 10. La cereza del postre

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El sonido gomoso –y para nada glamoroso– de las Crocs de Addison rechinando por los pasillos del St. Ambrose se mezclaba entre los murmullos de las personas que iban y venían, sin embargo ella parecía no escuchar nada.

Después de haber botado el test de embarazo en el basurero del baño, el caos a su alrededor se desdibujaba en su percepción. Ella caminaba rápidamente, ignorando las miradas curiosas de los pacientes y el personal, enfocada únicamente en llegar al laboratorio, que se encontraba en el ala opuesta del hospital.

Amelia iba unos metros detrás de ella, tratando de seguir su ritmo pero fracasando en el intento. Addison siempre había caminado rápido, y ahora que verdaderamente estaba apurada, parecía inalcanzable.

—¡Addison, cálmate! —se quejó Amelia, mientras esquivaba a un camillero llevando un paciente hacia la sala de Rayos X.

Por lo poco que había podido escuchar Amelia, había ocurrido un accidente de tránsito en Santa Monica Boulevard, en 18th Street, y los heridos estaban siendo trasladados allí, convirtiendo la sala de emergencias en un verdadero descontrol.

—¡Addison! —volvió a gritar.

—Necesito un análisis de sangre urgente. No confío en ese test, puede estar defectuoso —respondió ella, sin detenerse ni darse la vuelta.

La parte racional de Addison sabía que esas pruebas de embarazo tenían una tasa de precisión superior al 97%, sin embargo, su experiencia como médica le había enseñado que las cosas no siempre eran lo que parecían ser a simple vista, y que siempre podían haber excepciones. O mejor dicho, la vida le había enseñado que ella siempre podía ser la excepción.

A ella le pasaban cosas insólitas que a las demás personas parecían no pasarles. Como por ejemplo, orinarse en sus pantalones la primera vez que probó marihuana en una fiesta de la preparatoria, y quedarse atrapada en un armario toda la noche, hasta que el hermano del anfitrión se diera cuenta porque se había largado a llorar desconsoladamente creyendo que iba a morir asfixiada.

O electrocutarse el primer día de internado por no haberse separado a tiempo del paciente cuando le estaban dando descargas eléctricas de reanimación, y tener que pasar las 24 horas de su primera guardia internada.

O contraer una reacción alérgica en la vagina por hiedra venenosa culpa de vivir en un tráiler del tamaño de una lata de sardinas, ubicado en el medio del bosque, porque a su ex marido se le había ocurrido alejarse de la civilización.

O encontrar en el bolsillo del saco de su ex marido las bragas de la interna de catorce años con la que él se acostaba, y por la cual la había dejado. Casi tan impactante como abrir la puerta de la habitación de huéspedes de su propia casa y enterarse, a los cuarenta y dos años, que su madre era lesbiana, y que su amante era su asistente personal, la cual conocía hace treinta años; y que el matrimonio de sus padres había sido toda una farsa, porque el que creía que era el infiel de la relación, su padre, había terminado siendo la víctima.

Oh, y su favorito, el hecho ridículamente absurdo de que fuera una ginecóloga-obstetra y cirujana neonatal/fetal que pasó casi veinte años rodeada de bebés y embarazadas, pero que no podía quedarse embarazada. Porque no podía. Ella sabía que eso era casi imposible, por lo que el resultado de ese test casero no era confiable.

—Las dos líneas están perfectamente marcadas, no creo que haya sido un error —insistió Amelia, leyendo la parte posterior de la caja del test que se había robado de un armario de suministros del hospital—, siéntate un segundo para procesar la noti-...

—¿Sabes que cosa también puede hacer que se marquen las dos líneas? Los desequilibrios hormonales. Necesito un examen completo de hormonas.

—No, lo que necesitas es dejar de correr así. Te puedes tropezar, o te pueden atropellar... ¡Woop! —exclamó esquivando a una enfermera que llevaba a toda prisa una pila de suministros médicos—, ¡Addison!

God LaughsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora