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El sol de la mañana acariciaba la aldea de Konoha, dándole un aire cálido y acogedor. Los niños más pequeños, llenos de energía y alegría, corrían hacia la nueva academia, sus voces emocionadas resonaban en las calles mientras sus padres los seguían de cerca, algunos riendo y otros nerviosos por el primer día de clases. Madara y Hashirama observaban la escena desde la distancia, de pie frente a la academia, en silencio. Había algo reconfortante en la inocencia de esos niños, algo que contrastaba profundamente con los recuerdos de sus propias infancias marcadas por la guerra.

-Nunca pensé que viviría para ver esto -comentó Hashirama con una sonrisa nostálgica, sus ojos brillando al ver a los pequeños-. Mira esos rostros, Madara. Ni siquiera tienen que preocuparse por el mañana, solo por aprender y ser felices.

Madara no respondió de inmediato. Sus ojos, aunque fijos en los niños, estaban perdidos en el pasado. Recordaba a sus hermanos, especialmente a Izuna, cuya vida fue cortada demasiado pronto. El vacío que sentía era profundo, como un eco que nunca cesaba. Sus manos se cerraron en puños bajo las mangas de su haori, un reflejo de la impotencia que aún lo atormentaba.

Hashirama, siempre perceptivo, notó el cambio en la postura de su amigo. No era necesario ser un genio para saber en qué pensaba Madara cuando su rostro adoptaba esa expresión endurecida. Con la misma ligereza con la que había soñado construir una aldea junto a su amigo, decidió soltar una de sus típicas ocurrencias.

-La nueva generación no tendrá que pasar por lo que nosotros pasamos, Madara -dijo con determinación-. Estos niños no van a crecer entrenando para luchar. Ya no. No más enviarlos a la muerte a los cuatro o cinco años. Esta aldea se asegurará de que tengan un futuro, una infancia.

Madara levantó una ceja, aún sin apartar la mirada de los niños, pero su atención estaba completamente en Hashirama. El Senju siempre había sido un soñador, pero esa visión tan idealista... aunque era lo que ambos querían, había algo en ella que a Madara le resultaba difícil de aceptar por completo. La paz nunca parecía durar. Aun así, había algo casi conmovedor en el tono de Hashirama.

-¿Y qué, Senju? ¿Vas a asegurarte de que estos niños solo sepan de flores y arcoíris? -preguntó Madara, su tono seco pero no sin un toque de ironía.

Hashirama soltó una carcajada, pero en sus ojos había una convicción que rara vez se veía en él cuando no estaba hablando de sus sueños de paz.

-Exactamente -respondió, sorprendentemente serio-. Estos niños no deberían preocuparse por guerras. Y, si todo va bien, veremos a nuestros propios hijos entrar a esta academia algún día. Felices. Sin miedo.

Madara, que ya estaba acostumbrado a las extravagancias de Hashirama, parpadeó lentamente, procesando lo que acababa de escuchar.

-¿Padre? -repitió, girando finalmente la cabeza para mirar a su amigo-. ¿Tú, padre? -La incredulidad en su tono era palpable, y una pequeña sonrisa burlona se asomaba en sus labios-. ¿No me digas que de verdad planeas tener hijos, Hashirama?

Hashirama lo miró con esa misma energía entusiasta que tenía cuando, siendo niños, le contaba cómo quería construir una aldea donde todos pudieran vivir en paz. Su sonrisa era genuina, como si ya pudiera ver ese futuro frente a él.

-Por supuesto que sí -dijo con un brillo en los ojos-. Sueño con tener niños a quienes proteger, a quienes darles lo que mis hermanos nunca pudieron tener. Y... tal vez los llame como ellos, en honor a su memoria. Imagínate... pequeños Kawarama, Itama... Sería un gran padre.

El Uchiha entrecerró los ojos, observando la seriedad en el rostro de Hashirama. Era típico de él pensar en redimirse a través de algo tan simbólico. Y, en cierta medida, lo entendía. La idea de traer vida nueva al mundo, de proteger lo más preciado, tenía sentido. Algo en la expresión tranquila de Hashirama lo desarmaba. Por un momento, el vacío que sentía por sus hermanos parecía menos doloroso, aunque solo por unos instantes.

Rojo Escarlata ➸ Madara ; TobiramaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora