Estaba sumida en una interminable oscuridad que distorsionaba su visión.
Sus manos y pies estaban fuertemente atados, mientras que una frialdad recorría lentamente las partes descubiertas de su cuerpo.
Era capaz de sentir la sequedad que hacía arder su garganta y el hambre que no dejaba ceder.
Se escuchaban las rápidas pisadas e incluso susurros casi nulos.
De repente sintió como su cuerpo se retorcía del dolor. No era capaz de reconocer el causante de la agonía que le provocaba cada uno de esos golpes, que marcaban la tersa piel que tristemente estaba siendo mancillada, que se tornaba inevitablemente de un rojo vivo, como la sangre que tristemente se derramaba sobre el suelo.
El dolor profundizaba hasta que su voz sonaba inaudible, aunque dentro de aquella habitación se podían escuchar aún las silenciosas súplicas y los casi mudos gritos de dolor.
Cuando parecía que iba a perder la conciencia, despertó.