Prólogo

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Santiago de Chile, 1 de septiembre de 1837

La mirada de Catalina se perdió en las letras esculpidas en la ominosa lápida de mármol hasta que se emborronaron.

Un suspiro, profundo y entrecortado, reverberó tenue en el lustroso mausoleo. La mujer admiró la última morada de los Riquelme, la única ofrenda que podía darle a los suyos. Antes de partir, quiso que todos tuvieran un lugar para que pudieran descansar juntos, pero no en paz. Esa paz se las daría ella cuando cumpliera con la voluntad de Fernando Riquelme, su abuelo materno, el último miembro que quedaba de su familia.

Posó su mano sobre la lápida. Sus lágrimas cayeron al piso, pesadas y doloras. Pese a las pérdidas, jamás se había sentido tan huérfana como en ese momento.

Con su herencia erigió el luctuoso monumento en el joven Cementerio General, y vendió lo que le quedaba; una casa y media hectárea de tierra. Nada la ataba a ese país que apenas llevaba casi dos décadas de independencia.

―Abuelo, le prometo que algún día volveré con el honor de los Riquelme restaurado. Y usted no se avergonzará más de mí. No descansaré hasta que eso ocurra, aunque me tome toda la vida. ―La luz del sol se coló por el vitral del Corazón de Jesús y tiñó las paredes de rojo. Catalina recordó su promesa hecha en el lecho de muerte de Fernando. Empuñó el anillo que pendía de su cadenilla de oro y dijo―: Ante Dios le prometo, que el hombre que me engendró pagará su afrenta con sangre.

A la sombra de la venganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora