CAPÍTULO 1

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—¡Estoy harta, papá! Nunca estás en casa y tengo que soportar sola a mi madre. Ella siempre está borracha, no me hace caso ni me ayuda con las tareas. Te extraño tanto... —murmuró y luego resonó en el cuarto: deje su mensaje después del sonido—. Eres tan cruel al dejarme sola. ¡Te odio! —gritó desgarrada la joven que sostenía su celular y se mordía los labios.

Estrelló su teléfono contra la pared cuando se dio cuenta de que su padre no tomó la llamada y hablaba con el buzón de mensajes. Se arrojó a su enorme cama y dio puñetazos en las almohadas. Al menos es lo que vi, porque tenía que llevarle el té a una de las supuestas princesas del hogar. Pobre Diana, me daba cierta lástima, su madre no le prestaba atención y su padre siempre se encontraba muy ocupado. De qué le servía tener a sus padres vivos si ellos la ignoraban.

Ella era una de las hijas de mi empleador, Burgos, un doctor consumido por su trabajo. Él no era tan malo, eso creía. No lo conocía mucho y solía estar muy ausente en su hogar. Tal vez lo percibía como yo lo hacía. Para nada era un lugar cálido, olía a humedad, se encontraba estancado en el pasado, la mayoría de los muebles eran muy antiguos, como salidos de un museo. No importaba lo mucho que se llegara a limpiar en el lugar y se ventilara abriendo los grandes ventanales, no se esfumaba la fúnebre vibra que flotaba en el ambiente. Lo peor era que, en algunas noches se escuchaban a la lejanía lamentos espectrales, cosas ser arrojadas, gritos y muchos ruidos que no lograba identificar. Con el pasar del tiempo descubrí que no se trataban de fantasmas furiosos, sino de los habitantes existiendo a su manera.

Burgos, apiadándose de mí, me dio trabajo y un lugarcito en su casa cuando mi madre murió. También me permitía estudiar en el mismo colegio donde lo hacían sus dos hijas, las gemelas Diana y Dana. Odiaban llamarse similar y seguido le reclamaban a su madre por la falta de originalidad en sus nombres. Teníamos un trato: en la escuela yo era un desconocido para ellas y en la mansión, uno más de los sirvientes. No lo consideré un problema u ofensa, en su momento, me hubiera dado mucha vergüenza que supieran de mi relación con ellas, y no porque fuera el sirviente, sino porque las hermanas estaban desquiciadas, abandonadas y con un sentido de la autodestrucción a su manera. En el colegio tenían una terrible fama, en especial una de ellas. A pesar de que ellas eran muy jóvenes, les gustaba llevar una vida desenfrenada y mantener amoríos fugaces como caóticos. A mi ver, buscaban el cariño que no tenían en casa.

Cuando descubrí el secreto de una de las hijas de Burgos, estaba en el colegio, no tenían ni una semana de haberme transferido. La verdad era que no quería seguir estudiando, no tenía ánimos ni fuerzas. Sin embargo, después de llorar por mucho tiempo la muerte de mi madre, debía continuar con mi vida y con ello los estudios. Al inicio estaba nervioso, pero fingía que no, sentía mucha tensión en el ambiente, la pesada energía de las miradas fijas en mí, escuchaba los murmullos hacer eco en el opulento salón. Temí que descubrieran mi secreto, el de ser un sirviente apadrinado por la piedad de un doctor bonachón. Si se enteraban, era seguro que me hubieran molestado. En la hora de la colación y descanso me alejaba de mis compañeros. Solía ir al agradable jardín del colegio a comer solo. En el día fatídico, donde vi algo que no debí presenciar, me senté en el césped y me recargué en un árbol frondoso. Sentí conectarme con la naturaleza y eso me dio la paz que necesitaba ante lo nervioso y cansado que estaba de fingir. Las nubes desfilaban con lentitud por el cielo, el césped tenía un aroma húmedo y terroso. Las hojas del árbol se sacudían con suavidad, como si danzaran al par del aire, ese aire que me acariciaba las mejillas y jugaba con mi cabello revoltoso por naturaleza.

Mientras comía, consumido en el silencio del exterior y el ruido de mis pensamientos, escuché algo proveniente de un aula vacía, me pareció en su momento que podía ser un fantasma o un animal atrapado. Por un momento ignoré el sonido y seguí comiendo la manzana que tenía en la mano, hasta que de nuevo el sonido llegó a mis oídos. Esta vez fue una risa sonora que me sonó familiar. La curiosidad comenzó a sacudirme mucho. Fue tanta, que sentí que tomó una forma humanoide y me susurró delicadamente al oído: "Ve, ándale, investiga, tal vez alguien necesita ayuda".

El día a día de Samuel (Cómo los gatos hacen antes de morir)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora