Unica parte

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Desde la tarde - noche del día anterior, la temperatura había bajado considerablemente. El pronostico de los repentinos menos cinco grados se traducían a un fin de semana muy frío, apto para encerrarse en la comodidad del hogar, cobijado por la calefacción y en continua meditación sobre las enormes montañas, cuyas cimas encanecerían en cuestión de nada. Ameritaba también un par de tazas de café, de esas que te quitan el sueño; un maratón de películas románticas o una tarde entera jugando con el gato.

Pero Max siempre se considero la excepción a cualquier regla.

En principio porque ni siquiera tenía un gato ( y no le desagradaba nada la idea) y aunque deseara admirar las calles rebosantes de ese aire nostálgico, tan acorde a su personalidad, debía terminar la redacción del segundo capitulo de su tesis. Aún tenía tiempo, el asesor le había dado una prorroga considerable, pero Max se conocía perfectamente. Tanto que dolía. Y por eso ahí estaba, sentado en su escritorio con un bloqueo tremendo. El estrés empezaba a treparse en su pellejo como arañitas diminutas, microscópicas. Las sentía penetrar su epidermis y envenenar su sangre hasta infectar cada músculo, volviéndolos rígidos, adoloridos. Las más peligrosas llegaban a su cabeza, Max presentó una jaqueca repentina.

Su mano bajó a la altura del esófago y sobó la zona.

Tenía hambre y eso le resultaba frustrante.

Dictaminó, entonces, darse un respiro. El estar tantas horas pegado al computador le producía espasmos incómodos en la zona lumbar y se estiró, deleitándose con el sonido que producía su columna al tronar de forma rítmica. Masajeó la parte superior del trapecio mientras revisaba los últimos párrafos, seguro de poder retomar el ritmo de la redacción; le bastó, empero, llegar a la oración final para darse por vencido. Su mente, de repente convertida en un todo, resultaba tan inmensa y desequilibrada para centrarse en una sola tarea.

Max encontró una tensión en el músculo, un vaticinio de la próxima crisis de estrés. En tanto siguiese frente al computador, la tensión crecía.

Juzgó el momento idóneo para un respiro con sabor dulce en el paladar. Caminó a la cocina.

Dentro de la nevera estaba una sopa del día anterior y algunas verduras medio secas. La vista pudo quitarle el apetito a cualquiera, pero Max imaginó un pudin de fresa sobre sus manos, el acompañamiento perfecto de un posible café americano o un té quizás. Un pudin que sólo vendían en la panadería del centro, su favorita, la cual formaba parte de una tradición muy suya desde tres años atrás, cuando decidió independizarse. Fue, de hecho, el primer lugar donde entró por algo de comida.

Suspiró.

Vestía aún el pijama con unas tiernas pantuflas de leoncitos. Bajo su perspectiva, se veía ridículo. No sólo por el atuendo, sino por su apariencia: un joven universitario con problemas de sobrepeso embutido en un conjunto anaranjado con pantuflas de su animal favorito. Se limitó a olvidar sus problemas de autoestima y cogió un pantalón de mezclilla, la camisa más cómoda y un abrigo grueso. Se calzó los zapatos y tras una rápida inspección, salió hacia su objetivo: el pudín de fresa.

Ya estando afuera, el aire le pinceló las mejillas con un tenue rosa. De su boca, el aliento salía en forma irregular, como si exhalara las nubes que le hacían falta al cielo. Acomodó el gorrito y se apresuró a la panadería. Una estructura pequeña y rústica, cuyos colores cálidos sobresalían desde dos cuadras a la redonda. Según Max, otorgaba un ambiente hogareño, un refugio que Max adoptó desde el primer momento.

Aquella tarde parecía cubierta de una soledad inquietante, el páramo de Londres apenas acariciado por una ventisca helada. Max se alegró.

Su ánimo prefería el vacío de almas en las calles, de esas veces en donde la soledad resulta una paz inesperada. Comenzó a tararear una canción de Bruno Mayor que no lo dejaba en paz desde el día anterior y se cambió a la acera donde se encontraba la panadería.

The battenberg cake / CHESTAPPEN Donde viven las historias. Descúbrelo ahora