LXXXIV: El abrazo del viento

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Samira se encontró sola en la habitación. Observó con desconfianza la bandeja de frutas y la taza de té sobre la mesa que había cerca de la cama, pero no quiso tocar nada de allí A pesar de lo apetitoso que se veía todo, no tenía hambre. Tal vez el agua del manantial tenía propiedades mágicas, o quizás eran solo sus propios nervios los que la mantenían sin apetito. Algo dentro suyo le decía que debía hacer caso a la advertencia de esa sacerdotisa

Su corazón se angustió un poco, a pesar de la tranquilidad del lugar y el silencio que reinaba en la estancia, el aire era inquietante. Después de revisar la habitación sin encontrar nada extraño, se acostó en la cama y acurrucó un poco. Extrañaba el calor de Zeth, sus brazos, su voz grave que le hacía vibrar el pecho y la llenaba de calidez. Pensó en cómo estaría llevándola afuera con los fuertes vientos, mientras se abrazaba a sí misma.

¿Qué habrá querido decir la Suprema sacerdotisa con que su sangre también era antigua? ¿Por qué querría que ella se quede más tiempo? Muchas preguntas se formulaban en su cabeza una y otra vez, pero no quería quedarse para responderlas, solo quería volver a reunirse con Zeth.

Aquella sacerdotisa tal vez se había arriesgado mucho al darle tal advertencia, debía tratarse de alguien sumamente valiente y audaz. De pronto, estaba segura que esa sacerdotisa podría ser Caterynah. Su reacción, sus ojos, sobre todo sus ojos, su cabello platinado, era realmente esbelta y hermosa. Su tacto delicado y suave desbordaba femineidad, y su voz, casi imperceptible que le susurró había quedado grabada en sus oídos. Sus ojos tenían el mismo color de los de Zeth, estaba casi segura y Farah le había dicho que Caterynah tenía los ojos de los hijos del desierto, no podía estar equivocada. ¿Zeth la habría visto ya? Aunque en el salón todas parecían iguales con sus rostros tapados y ella tuvo que estar muy cerca para que pueda ver a través del velo que cubría su rostro. Pero si era Caterynah, ¿por qué la ayudaba? De pronto se sintió muy sola allí, necesitaba a Zeth cerca, necesitaba sentirse segura en sus brazos, pero debía ser fuerte. Seguramente Zeth estaba aguantando peores cosas allí afuera en la tormenta, ella debía hacer su parte, descansar y levantarse al amanecer para reencontrase con él.

Su cuerpo estaba cansado, pero su mente no la dejaba dormir, aun así, se acurrucó más y después de luchar contra su mente un rato finalmente se quedó dormida.

Despertó sobresaltada e intranquila. No sabía qué hora era, pero sabía que debía ser la hora de partir, pronto. Si bien había dormido tensa, no podía negar que las horas de sueño en una cama tan cómoda le había venido de maravilla, se sentía con las energías renovadas y se vio hasta tentada de probar los dátiles que aún estaban en aquella bandeja, pero pronto recordó las advertencias y prefirió no hacerlo.

Empujó la pesada puerta de la habitación y se encontró con dos guardias, vestidas de blanco con armaduras dorada y sus rostros cubiertos.

—Los vientos no han cesado, puede seguir descansando. — dijo una de ellas.

Samira no supo decir cuál de las dos hablaba, eso la inquietaba mucho, ese lugar era escalofriante y quería irse ya.

—No necesito más descanso. Agradezco a la suprema sacerdotisa su hospitalidad, pero debo reunirme con mi esposo. – dijo Samira con firmeza.

Las guardias asintieron, y con una seña le indicaron que las siga. Samira las siguió por los pasillos oscuros y al pasar por el salón ahora desierto, pudo notar que apenas el sol empezaba a asomarse.

Al llegar a las puertas, estas se abrieron con un estrepitoso ruido, Samira cerró un poco los ojos porque el viento golpeó un rostro, pero con ayuda de su mano pudo ver una fila de guardias cerrando el paso de la puerta y a Zeth del otro lado con su manto ondeando por el viendo, montado en un inquieto Layl y con espada en mano amenazando a las guardias.

Los hijos del DesiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora