I El Pueblo de Seles

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Seles era una pequeña población, ubicada en el gran reino de Serdio. Un país que padecía una guerra civil ya muy antigua, enfrentando al norte contra el sur en una lucha que parecía no tener fin. Sin embargo, las batallas que libraron en los últimos años los castigaron a ambos con dureza, mermando sus fuerzas considerablemente. La debilidad se apoderó tanto de Sandora en el sur como del reino de Basil en el norte, viéndose obligados a firmar una tregua para deponer las armas, al menos por un tiempo. Aquel acuerdo era el principal motivo por el que los habitantes de Seles dormían plácidamente al caer la noche. Desde sus mullidas camas disfrutaban de una época de paz pero en lo más profundo de sus corazones anidaba un temor ya conocido. Sabían que aquello simplemente se trataba de una mera ilusión, un espejismo que se desvanecería tarde o temprano con el irremediable regreso de la guerra. El pueblo de Seles pertenecía al reino de Basil, no obstante residía en el sur del país, en una zona muy retirada y a gran distancia de ambas capitales. Eso lo convertía en un lugar tranquilo y extremadamente humilde, de escasa importancia tanto a nivel geográfico como militar. La gente allí vivía primordialmente de lo que les ofrecía la tierra, manteniendo sus huertos y cultivos con esmero. Las edificaciones eran sencillas, concebidas con anchos muros de piedra para evitar en la medida de lo posible el exceso de frio o calor, dependiendo de la época del año.

Un resplandor atravesó la oscuridad cuando la mayoría descansaban, sin la más mínima sospecha de lo que se aproximaba. Aquella luz cambiaría todo para siempre. La flecha incandescente recorrió inexorablemente el firmamento estrellado, silbando desafiante y rasgando el aire nocturno a su paso. Ardía con intensidad mientras chisporroteaba, dejando tras de sí una suave estela. Una vez alcanzada su altura máxima comenzó a descender hacia su objetivo, hundiéndose en uno de los tejados. El techo de madera no opuso resistencia alguna y cedió con rapidez ante el poder inconmensurable del fuego. Multitud de saetas silbaron implacables detrás la primera, cayendo en picado sobre las casas y los establos. La lluvia de flechas continuó y las insaciables llamas se propagaron, devorando sin excepciones cuanto encontraban en su camino. Las calles ardían sin medida y los aldeanos huían del humo desconcertados, abandonando sus viviendas atropelladamente sin comprender que sucedía. Afuera pudieron contemplar con sus propios ojos como el caos y el terror se adueñaba de sus hogares. Los arqueros habían cumplido con su cometido. Detuvieron la mortífera lluvia de fuego y poco después una muchedumbre de jinetes irrumpió en el poblado, arrollando y masacrando sin piedad. Los invasores eran guerreros provistos de lanzas y antorchas. Disfrutaban de una enorme ventaja desde la altura que les proporcionaban sus cabalgaduras, desde donde perseguían, aniquilaban y quemaban a su antojo. Traían consigo la agonía y el sufrimiento. Eran imparables. La muerte reclamaba las vidas de aquellos aldeanos de vida sencilla, que corrían despavoridos en un intento inútil por salvar sus vidas y la de sus seres queridos. No lograron resistir por mucho tiempo.

Desprovistos de cualquier medio con el que defenderse de semejante asalto, fueron cazados y abatidos uno a uno, sucumbiendo ante el acero. La tierra se tiño de sangre. Desde cualquier rincón se escuchaban los alaridos de dolor. Algunas gallinas y otros animales de granja buscaban refugio de aquel infierno, en el interior de cajas o macetas vacías. Otros de mayor tamaño marchaban atemorizados al cobijo de la naturaleza, en dirección al bosque más cercano. Las vidrieras del antiguo monasterio, estallaron en mil pedazos. Las elegantes esculturas de mármol que habían adornado la entrada del edificio durante tantos años, ya no volverían a hacerlo del mismo modo. Las destruyeron salvajemente y aunque pocas permanecían intactas, ya no eran sino la sombra de lo que fueron una vez. Cristales hechos añicos y objetos de toda índole, rodaban destrozados por el territorio.

La ofensiva finalizó y los gritos se ahogaron. Cuando no quedaba nadie en pie al que perseguir, es cuando los asaltantes se percataron del paisaje macabro y cruel que los rodeaba. Los cuerpos inertes de sus víctimas cubrían la devastada tierra hasta donde alcanzaba la vista. Un silencio sepulcral asedió el lugar, a excepción del crepitar de las llamas que ardían insolentemente, emitiendo cada vez más calor a su alrededor.

– Gran comandante, la hemos encontrado –señaló uno de los asaltantes, con cierto respeto hacia su superior–. Es por aquí.

El comandante era un hombre imponente por su gran envergadura. Su oscura armadura brillaba bajo la luna, que señoreaba en las alturas aquella noche. Envainó su formidable espada y descendió de su montura. Varios soldados le acompañaron hasta una mujer que yacía inconsciente, recostada sobre un tablón de madera en el suelo. El comandante hincó la rodilla, inclinándose sobre ella para observarla con detalle. Se sorprendió al comprobar sus rasgos excesivamente tiernos y delicados, debía de ser muy joven. Su piel fina y blanca como la nieve, contrastaba con su melena castaña, que caía por su frente con delicadeza. El comandante sabía cuál era su deber. Extendió su mano sin pronunciar palabra y de inmediato le entregaron una pequeña esfera brillante, con una luminosidad azulada e inquieta arremolinándose en su interior. Retiró el cabello del semblante de la chica y sostuvo la esfera justo encima de ella. No sucedió nada hasta que una nube que ocultaba la luna, fue arrastrada por el viento. En ese instante una inmensa y resplandeciente luz surgió de la frente de la muchacha. Apenas duró unos segundos pero fue suficiente. Se incorporó separándose de ella con un pequeño gruñido.

– Así que es ella –murmuró para sí mismo, aquello solamente podía significar una cosa–. ¡Encerradla!

Los guerreros se contentaban con cumplir la misión y normalmente no se hacían demasiadas preguntas sobre lo que hacían, sin embargo el comandante navegaba en un mar de dudas, a pesar de cumplir con su parte. Advirtió como el extraño y misterioso hombre que les acompañaba le miraba fijamente, oculto bajo una capucha sombría con símbolos plateados. Aquel individuo era realmente callado y reservado, aun así no perdía nada por probar suerte y se encamino hacia él sin dudarlo.

– ¿De verdad es esto necesario? –le preguntó con su voz grave resonando dentro del yelmo, esperando una respuesta que justificara lo que habían hecho a esa gente.

– Su majestad el emperador Doel, ha ordenado encerrar a esa chica –contestó tajante y con frialdad el encapuchado.

El gran comandante admiraba al emperador. Era un honor luchar por el reino de Sandora pero eso no lo justificaba, él era responsable de sus propias acciones. Existía una diferencia colosal entre derrotar al enemigo en el campo de batalla, a exterminar gente indefensa en un poblado remoto. Las dudas le atormentaban y había tantas cosas que no comprendía, que no pudo evitar preguntar de nuevo.

– ¿Quién es ella?

– Eso no es asunto tuyo –sentenció el encapuchado.

The Legend of DragoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora