Seguramente os estaréis preguntando qué fue lo que hizo mi estancia en el Templo de las Jurkas tan miserable, porque no encuentro otra palabra mejor que esa para describir el infierno que viví.
Yo no comprendía entonces, ni lo hago ahora, cómo las jukar se podían sentir tan orgullosas de serlo, pues era un motivo de vanagloria personal para ellas, aunque nos obligaran a la humildad más humillante.
Dado que yo era la primera jukar en diez años, no había en el templo ninguna sacerdotisa de mi edad, con mis inquietudes, o mis mismas necesidades; ninguna que compartiera conmigo mi dolor, mi ignorancia, mi confusión, mi miedo y mi desesperanza. Estaba sola, completamente sola, y solo era una niña.
Podría detenerme a contaros cómo era la vida de una jukar, las costumbres del templo, pero, dada la tristeza que me produce recordarlo, pasaré de puntillas por lo que fueron diez años de mi vida, mi infancia robada, mi miseria.
De puertas hacia fuera de ese templo, éramos diosas, de puertas para adentro, eran un puñado de mujeres desgraciadas, arrancadas, como yo, de sus familias y felices infancias. A pesar de que todas ellas habían vivido lo mismo que yo, ninguna empatizó conmigo, ni se molestó en acompañarme, consolarme o, al menos, explicarme el porqué.
Yo necesitaba un porqué que consolara mi alma atormentada, pues no hallaba razones para defender mi destino; algo, lo que fuera, que me ayudara a sobrellevar lo que se me había impuesto, algo que me hiciera sentir mínimamente esperanzada, pues no esperaba alcanzar el orgullo de mis hermanas.
Me hundí en un profundo pozo de tristeza, solitario, rutinario, insoportable...
Compartí habitación con el resto de mis hermanas, en un camastro con las ropas mínimas. Estaban prohibidos los adornos, los perfumes, los jabones, las joyas, las ropas de colores, las telas caras y las sandalias. Vestíamos preciosos vestidos blancos de lino, conocidos como velk, y nada más, siempre descalzas, con nuestros cabellos trenzados con sencillez, o sueltos.
Las comidas eran ricas, eso sí era verdad. Aunque en nuestra persona se impusiera la humildad, se castigara la vanidad y se practicara el silencio, en lo demás vivíamos rodeadas de las riquezas que nos proporcionaba la devota atención del exterior.
El pueblo de Iljenike amaba a sus sacerdotisas. Se sentían tremendamente orgullosos de tenernos, por lo que, hasta los más humildes de la isla, donaban importantes sumas al templo, que la ikai gestionaba, para que no nos faltara de nada, en lo material.
Vivíamos y convivíamos en un complejo arquitectónico enorme, con infinitas instalaciones. Hasta treinta edificios entre pequeños y grandes, ocho de ellos templos, además de ricos jardines para cada uno de ellos. Esa vastedad requería de un importante número de empleados, que en su mayoría compartían su vida con nosotras dentro del complejo sagrado. El mantenimiento de toda esa opulencia material requería de importantes sumas de jókeris, nuestra moneda, y todo eso lo gestionaba la privilegiada mente de la ikai.
En lo humano, esa mujer, de la que me he negado a recordar su nombre o su rostro, nos hacía la vida insanamente exigente. Siempre me he preguntado qué guardaba en su corazón, de resentimiento, para ser tan implacable, dura, malvada.
El resto de sacerdotisas le dedicaba un respeto casi reverencial, pero no por admiración, sino por miedo, pues siempre llevaba consigo una dura vara de bambú que empleaba para maltratar el cuerpo, y doblegar el alma de aquella que no se comportaba como ella esperaba.
Ese lugar, por su culpa, era una prisión, y las sacerdotisas, todas, las reclusas. Encarceladas por las creencias de un pueblo entero. Ninguna de nosotras había elegido ese lugar, tampoco la ikai, y, a pesar de compartir con todas nosotras la misma pesada carga, nunca se ablandó ante nuestra desgracia.
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La última sacerdotisa --COMPLETA--
RomansaCasíoke había nacido para ser sacerdotisa en un templo ancestral, en una isla tan lejos del mundo, que ella no se imaginaba otro posible, hasta que un naufragio junto a las costas de su hogar la llevaría a salvar al hombre que le estaba prohibido, c...